27 noviembre 2014

Crítica-comentario: El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks



Lo que más llama la atención de esta novela es el contraste entre lo sombrío del principio y del final (pues está escrita in media res) y el color naranja –resultado de la mezcla del rosa y el rojo-pasión- que tiñe la mayoría de las páginas centrales.
Lo umbrío es estremecedor: un matrimonio que se ha amado durante 50 años se ve obligado en las postrimerías de sus vidas a ingresar en una residencia por el natural declive biológico de ambos, especialmente del de la mujer, que además muestra un cuadro avanzado de Alzheimer; ella, por momentos, no llega a reconocer siquiera a su amado y amante esposo, el cual permanece en todo momento a su lado, llevándose, quizás, la peor parte al afrontar con plena lucidez tan trágica situación. Y es precisamente este amor que aún sienten el uno por el otro lo que hace soportable para el lector –y en ocasiones hasta conmovedor-, esa lobreguez crepuscular desde la que se atisba la inminencia del fin.
Aunque de un modo razonable habría que reconocer no obstante que no cabe en esta vida mejor final: han compartido… ¡50 años! Que se dice pronto. Medio siglo de amor y felicidad, ni más ni menos. No se puede pedir más, pues al igual que meros productos exhibidos en las estanterías de un supermercado, todos y cada uno de nosotros somos colocados en (o “arrojados a”) este mundo con una fecha de caducidad. Vivir mucho amando mucho; no hay por dónde estrujar más… en esta vida, al menos. Ellos, en realidad, no han podido llevar una existencia más afortunada y privilegiada. Aún así, nadie se libra del sufrimiento ni de la muerte, fatalidad que, como nos hizo notar Unamuno, imprime en cada ser humano ese indeleble “sentimiento trágico de la vida”. No hay huída ni solución posible, salvo volverse a un amor de otra índole. Pero eso ya sería harina de otro costal.
Y son esas descorazonadoras pero a la vez profundamente humanas primeras y últimas páginas las que dotan a la obra de un cierto valor literario. De no ser por ellas, de esa negritud referida (que nos muestra la realidad de la vejez y de la enfermedad, de la soledad, del sentimiento de impotencia y/o de resignación -cuando no de desesperación-, de la crueldad de la memoria al estar poblada de tan entrañables recuerdos que jamás han de volver…), hablaríamos en toda regla de una novela rosa más de entre las muchas que hay y se venden en kioscos y bazares.  Algunos llaman a eso “novela romántica”. Bien, no creo que la etiqueta importe demasiado.
Para un adulto algo avezado a la vida y con un cierto criterio, una historia nunca podrá arrebatarle, implicarle ni interpelarle si ésta carece de verosimilitud. El almibarado idilio que se nos trata de hacer creer que perdura impoluto durante esos 50 años de matrimonio, es sencillamente inverosímil; además de anti-literario,  ya que la literatura se alimenta y se sostiene -se crea, en definitiva- de y desde la realidad, siempre impredecible y cambiante, caleidoscópica y retadora, poblada de polifonías y claroscuros. La realidad nunca nos podrá mostrar un caso semejante, sí en cambio su  radical opuesto: la mente idealizadora y, por ende, “escapista” (de la realidad, claro).
El verdadero éxito concebible en el amor (y habría que puntualizar aquí; del “amor conyugal”) es el de que éste llegue a mantenerse a flote, vivo… con el paso del tiempo y a-pesar-de las dificultades, de los desencuentros y decepciones, de las naturales frustraciones de las que nadie se libra, de los intentos –ya conscientes o inconscientes- de manipulación o de dominio por parte de uno u otro… En fin, de nuestras miserias e imperfecciones humanas. Porque no, no somos perfectos, y por ello nuestro amor tampoco puede serlo. Si el amor logra vencer todos esos escollos, ése habrá sido su triunfo. ¡Y su mérito!: si Ulises hubiera retornado a Ítaca tras pasar algunos felices días navegando por las apacibles aguas del Mediterráneo, nunca se le habría otorgado la calidad de héroe. Y no hay nada más heroico (por intrépido y osado) que el amor mismo; cada día poniéndose a prueba y enfrentándose a nuevos retos y desafíos, a imponderables de toda suerte… Pero eso sí, sin alardes ni afán protagonista alguno, sin exhibicionismos, ruidos ni alharacas… Discretamente. Porque su ODISEA es siempre anónima. Por eso amar es vivir P L E N A M E N T E.
Pero este no es el caso. Los protagonistas de esta historia vivieron felices comiendo perdices… durante medio siglo. ¿Es posible una relación tan monocromática? ¿Acaso se instalaron de por vida en las prístinas cúspides nevadas sin conocer los abismos, las cuevas ni los frondosos valles? ¿O tal vez acabaron convirtiéndose en un par de edulcoradas amebas?... No cuela, como no cuela tampoco el pueril mito de la (única) media naranja, inspirado en una de las teorías que se nos narra en El banquete, de Platón (padre del idealismo, por cierto).
 En el relato color naranja sólo se aprecian un par de pinceladas de diferente tonalidad:
1-     La mujer, habiéndose reencontrado con su antiguo y gran amor, aún duda. Ama a ese hombre, pero también ama (aunque “de otra forma”, según confiesa) al abogado con quien está prometida, y que sabe que va a garantizarle una vida reputada y suntuosa.
 Efectivamente, se da cuenta de que  el amor no es exclusivo.
2-     Y aún otra pincelada más escueta pero de contundente realismo: a los 35 años de casados, ella le “echa” de la habitación… porque ronca y no le deja dormir. ¡Soberbia!
 
He de admitir, sin embargo, que a mí todo contraste me prende. ¿Cómo si no hubiera sido capaz de escribir algo como GUINDA?

No hay comentarios:

Publicar un comentario