Lo
que más llama la atención de esta novela es el contraste entre lo sombrío del principio y del final (pues está
escrita in media res) y el color naranja
–resultado de la mezcla del rosa y el rojo-pasión- que tiñe la mayoría de las páginas
centrales.
Lo
umbrío es estremecedor: un matrimonio que se ha amado durante 50 años se ve
obligado en las postrimerías de sus vidas a ingresar en una residencia por el
natural declive biológico de ambos, especialmente del de la mujer, que además
muestra un cuadro avanzado de Alzheimer; ella, por momentos, no llega a
reconocer siquiera a su amado y amante esposo, el cual permanece en todo
momento a su lado, llevándose, quizás, la peor parte al afrontar con plena lucidez
tan trágica situación. Y es precisamente este amor que aún sienten el uno por
el otro lo que hace soportable para el lector –y en ocasiones hasta
conmovedor-, esa lobreguez crepuscular desde la que se atisba la inminencia del
fin.
Aunque
de un modo razonable habría que reconocer no obstante que no cabe en esta vida mejor final:
han compartido… ¡50 años! Que se dice pronto. Medio siglo de amor y felicidad,
ni más ni menos. No se puede pedir más, pues al igual que meros productos
exhibidos en las estanterías de un supermercado, todos y cada uno de nosotros
somos colocados en (o “arrojados a”) este mundo con una fecha de caducidad. Vivir
mucho amando mucho; no hay por dónde estrujar más… en esta vida, al menos.
Ellos, en realidad, no han podido llevar una existencia más afortunada y
privilegiada. Aún así, nadie se libra del sufrimiento ni de la muerte,
fatalidad que, como nos hizo notar Unamuno, imprime en cada ser humano ese
indeleble “sentimiento trágico de la
vida”. No hay huída ni solución posible, salvo volverse a un amor de otra
índole. Pero eso ya sería harina de otro costal.
Y
son esas descorazonadoras pero a la vez profundamente humanas primeras y
últimas páginas las que dotan a la obra de un cierto valor literario. De no ser
por ellas, de esa negritud referida (que nos muestra la realidad de la vejez y
de la enfermedad, de la soledad, del sentimiento de impotencia y/o de
resignación -cuando no de desesperación-, de la crueldad de la memoria al estar
poblada de tan entrañables recuerdos que jamás han de volver…), hablaríamos en
toda regla de una novela rosa más de entre las muchas que hay y
se venden en kioscos y bazares. Algunos
llaman a eso “novela romántica”. Bien, no creo que la etiqueta importe
demasiado.
Para
un adulto algo avezado a la vida y con un cierto criterio, una historia nunca
podrá arrebatarle, implicarle ni interpelarle si ésta carece de verosimilitud. El almibarado idilio que
se nos trata de hacer creer que perdura impoluto durante esos 50 años de matrimonio,
es sencillamente inverosímil; además de anti-literario, ya que la literatura se alimenta y se
sostiene -se crea, en definitiva- de y desde la realidad, siempre impredecible
y cambiante, caleidoscópica y retadora, poblada de polifonías y claroscuros. La
realidad nunca nos podrá mostrar un caso semejante, sí en cambio su radical opuesto: la mente idealizadora y, por
ende, “escapista” (de la realidad, claro).
El verdadero éxito concebible en el amor (y habría que puntualizar aquí; del “amor
conyugal”) es el de que éste llegue a mantenerse a flote, vivo… con el paso del tiempo y a-pesar-de
las dificultades, de los desencuentros y decepciones, de las naturales
frustraciones de las que nadie se libra, de los intentos –ya conscientes o
inconscientes- de manipulación o de dominio por parte de uno u otro… En fin, de
nuestras miserias e imperfecciones humanas. Porque no, no somos perfectos, y
por ello nuestro amor tampoco puede serlo. Si el amor logra vencer todos esos
escollos, ése habrá sido su triunfo. ¡Y su mérito!: si Ulises hubiera retornado
a Ítaca tras pasar algunos felices días navegando por las apacibles aguas del
Mediterráneo, nunca se le habría otorgado la calidad de héroe. Y no hay nada
más heroico (por intrépido y osado) que el amor mismo; cada día poniéndose a
prueba y enfrentándose a nuevos retos y desafíos, a imponderables de toda suerte…
Pero eso sí, sin alardes ni afán protagonista alguno, sin exhibicionismos,
ruidos ni alharacas… Discretamente. Porque su ODISEA
es siempre anónima. Por eso amar es vivir P L E N A M E N T E.
Pero
este no es el caso. Los protagonistas de esta historia vivieron
felices comiendo perdices… durante medio siglo. ¿Es posible una
relación tan monocromática? ¿Acaso se instalaron de por vida en las prístinas
cúspides nevadas sin conocer los abismos, las cuevas ni los frondosos valles? ¿O
tal vez acabaron convirtiéndose en un par de edulcoradas amebas?... No cuela,
como no cuela tampoco el pueril mito de la (única) media naranja, inspirado en una de las teorías que se nos narra en El banquete,
de Platón (padre del idealismo, por cierto).
En
el relato color naranja sólo se aprecian un
par de pinceladas de diferente tonalidad:
1- La
mujer, habiéndose reencontrado con su antiguo y gran amor, aún duda. Ama a ese hombre, pero también ama (aunque “de otra forma”,
según confiesa) al abogado con quien está prometida, y que sabe que va a
garantizarle una vida reputada y suntuosa.
Efectivamente, se da cuenta de que el amor no es exclusivo.
2- Y
aún otra pincelada más escueta pero de contundente realismo: a los 35 años de
casados, ella le “echa” de la habitación… porque ronca y no le deja dormir. ¡Soberbia!
He
de admitir, sin embargo, que a mí todo contraste me prende.
¿Cómo si no hubiera sido capaz de escribir algo como GUINDA?
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