Antes de leer 24 horas... no pude evitar ojear una crítica sobre dicha novela que
afirmaba que su lectura facilitaba una conclusión, o moraleja, “lamentablemente
conservadora”. Sin embargo, antes de entrar en valoraciones o críticas de tal
jaez (y que no comparto de ninguna manera), conviene situarnos en la época y en
el contexto social en que se desarrolla la historia. En ella no se menciona
fecha alguna, pero se nos ofrece un dato de referencia importante: la protagonista,
al relatar aquel significativo episodio de su vida ocurrido a sus 40 años, dice
que “aún no había coches (a motor)”, dando a entender por consiguiente que en
su presente, cuando ha cumplido los 65, ya sí los hay. Teniendo en cuenta que
los primeros automóviles empezaron a circular por Europa a principios del siglo
XX, no creo que erráramos mucho si fijáramos el relato que se nos cuenta en los
últimos años del XIX. Huelga decir que por aquel entonces tanto en Inglaterra
como en Francia reinaba una moralidad social muy rígida. Pero sería bastante
estúpido por nuestra parte atrevernos a juzgar moralidades pretéritas desde la
arrogante atalaya de nuestra “post-modernidad” (ya el mismo nombre parece el
colmo de la arrogancia), y que como bien sabemos no se caracteriza precisamente
por sus elevados valores morales ni por su defensa a ultranza de las llamadas
“buenas costumbres”.
Resulta de lo más desaconsejable,
pues, limitarse a establecer juicios morales o de valor sobre la época que se
nos retrata. Porque además el propósito del autor es ir mucho más allá de este
ámbito, no es sobre lo que realmente le interesa hablar o tratar. Lo que se
examina, lo que de verdad pone sobre el tapete (el tapete verde de la mesa de
juego) es un aspecto animal, pudiéramos decir “molecular”, de la naturaleza
humana; de su corazón sangrante y bombeante, de su cerebro replegado y ansioso.
“Algo” que trasciende todo tiempo histórico y cultural, toda convención y clase
social, incluso toda civilización. Porque nos encontramos ante una novela no de
corte romántico ni sentimental, ni siquiera realista, sino abrumadoramente naturalista. Y el naturalismo es eso:
na-tu-ra-le-za, tejido y nervios (palabras estas últimas muy reiteradas en el
texto, y no por casualidad).
¿Lamentablemente conservadora? No. Lo
que ocurre es que el final de la novela puede causar desazón en ciertas
mentalidades post-modernas al desmitificar, ridiculizar incluso, lo que la
historia parece defender al principio: la pasión amorosa, el enamoramiento
fulminante tras una penosa y larga andadura por el desierto (la protagonista,
aún joven, lleva 20 años viuda y aburriéndose de la vida, viajando
incansablemente de un lugar a otro para huir del hastío, del perenne e insoportable
hogar vacío), el “apostarlo todo a una carta” para romper irreversiblemente con
una vida insulsa y desmotivada con el fin de entregarse al furor del amor, de
la vida, del cuerpo y la sangre.
En efecto, el autor al final da una
inesperada vuelta de tuerca y pilla al lector posmoderno desprevenido,
dejándolo tan confundido como tal vez decepcionado. Todo no ha sido más que una
elucubración de la mente, una absurda idealización, un engaño más del que nadie
en realidad es responsable porque el único culpable es el cuerpo, los
instintos, las pulsiones, nuestro “eros”… y sobre todo nuestro vacío y soledad.
Es, en fin, la condición de nuestra naturaleza la que ha vuelto a
traicionarnos, y de nuevo nos ha dejado humillados, en ridículo ante el mundo y
ante nosotros mismos. Sólo ha sido la pesadilla de una noche... de 24 horas.
Nada más. Y el tiempo, que como se dice en la novela todo lo curte y lo
atempera, vendrá ahora a hacer su trabajo. Ya las fiebres pasaron. Y cuando la
protagonista, diez años más tarde, se entere de que el joven ludópata acabó
suicidándose, sentirá un despiadado alivio. Ya ha quedado definitivamente
sepultado el peligro de volverse a encontrar con él. Ya nadie podrá nunca
recordarle a la distinguida dama aquella vergüenza de su pasado…
El autor nos ha querido contar una
historia desde su peculiar perspectiva y sobre esto no hay nada que alegar.
Está en su derecho. Es su obra, es su óptica. Respetémosle. Y también
aplaudámosle por haber creado una obra bien hecha, que, confesémoslo, incluso
nos ha llegado a tocar alguna fibra sensible en cierto momento. Bien por él.
Sin embargo quienes no nos adscribimos,
al menos de un modo absoluto, a la corriente naturalista también estamos en
nuestro derecho de opinar, ya no sobre el estilo de la obra, sobre su
coherencia literaria o profundidad psicológica, sino en función de nuestras
respectivas cosmovisiones de la vida, de nuestra particular manera de
interpretarla o concebirla.
Yo, en primer lugar, nunca me
“enamoraría” de unas manos (por muy bellas que éstas pudieran ser) que no hacen
otra cosa sino jugar con una avidez frenética sobre la mesa de un casino. Me
podría afectar, tal vez impactar, una sonrisa, una mirada, una conversación...
Hay una cita que dice: “El juego cumple una elevada misión moral: sirve para
arruinar a los idiotas”. Esto también lo suscribe un servidor, luego no creo
que fuera capaz de enamorarme de –en este caso- una completa “idiota”, de
alguien tan reducido a su mínima expresión que no es capaz siquiera de mirar de
soslayo a la persona que tiene en frente, o a la que se encuentra sentada a su
lado, o al camarero que le sirve, o al grupo que se encuentra apostando en la
mesa de más allá... De ese ser enfermizo, obnubilado, autista emocional,
desconectado por completo de su entorno, centrado sólo en sí mismo, doblegado
como un patético trapo por su codicia insaciable… ¿qué podría esperarse? ¿Queda
algo noble, hermoso o sublime por extraer de semejante persona? Si me enamorara
de alguien así, el fracaso estaría más que cantado. ¿Qué esperaba recibir
nuestra ingenua y desencantada protagonista? Hasta el agradecimiento le llegó a
ser negado. Sólo obtuvo a cambio de su generosa ayuda el más puro desprecio, la
más apabullante humillación.
Nadie puede salvar a nadie: esta descarnada verdad sí la evidencia el relato. Si hasta
la mujer protagonista, en sus veinte años de viudedad, ni siquiera ha sido
capaz de salvarse a sí misma, de redimirse por medio del amor o de la pasión
(esa pasión que ella tanto clama por dentro), y que bien pudo haber entregado a
algún digno candidato de cuantos hombres debió de conocer, ¿podía acaso salvar
el alma de un desalmado?, ¿desintoxicar a un adicto?, ¿des-idiotizar a un
idiota? Indudablemente no. La ingenua pretensión de la protagonista nos resulta
incluso conmovedora.
No sólo somos tejido y nervios. No
estamos determinados por nuestra naturaleza animal. El ridículo humano no es
obra de nuestros cromosomas o de nuestros genes. No hay duda de que somos todo
eso, sí, y de que incluso la cultura se arroga en no pocas ocasiones de unos
logros que no son tales, sino meras consecuencias más o menos encubiertas de
una biología que, nos guste o no, nos somete implacablemente. Pero también
–creo- somos algo más. El inconsciente, por ejemplo, del que nuestro ego casi
siempre es títere, no está determinado por las leyes del cuerpo. Y el espíritu,
lo único a mi juicio que realmente puede hacernos libres, tampoco.
En fin, me temo que aquí ya nos
adentraríamos en un territorio más propicio para la filosofía o la metafísica
que para la crítica literaria.
Pero al margen de toda consideración
o apreciación personal sobre la cosmovisión que nos ofrece el narrador de esta
obra (pues nunca hay que confundir la voz narradora con el autor), lo que
resulta indudable es que Stefan Zweig es uno de los escritores más
excepcionales y universales de nuestra historia reciente.
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