09 noviembre 2014

El último dinosaurio


-Buenos días, don Julián.
-Buenas noches.
Don Julián tenía un mal día; parecía haberse levantado aquella mañana con el pie izquierdo. Incluso su habitual y placentero paseo matutino por la playa se le antojaba ahora fastidioso. Caminaba abstraído y con un gesto huraño, respondiendo sin pensar a los cordiales y también habituales saludos de los lugareños con los que se cruzaba. Porque el pueblo entero lo veneraba. Todos estaban orgullosos de tener al conspicuo y laureado escritor como vecino. Desde que adquiriera, hacía ya unos años, una vieja casa solariega en el lugar con el fin de vivir en ella el resto de sus días, don Julián se había convertido en una suerte de emblema viviente para aquella pequeña población costera. El peso pesado de las letras nacionales, el eterno candidato al Nobel, la indiscutible e indiscutida gran conciencia histórica del país… era un hombre tan admirado como querido por aquellas sencillas gentes marineras.
-Buenos días, don Julián.
-Buenas tardes.
Sí, el hombre se había levantado con mal pie y antes de hora. Un bullicio de ruidos y voces le había despertado muy temprano aquella mañana. Llamó airadamente a Concha, su asistenta, para exigirle una explicación.
-Pero don Julián, ¿ya no se acuerda? –respondió la mujer-. Me dijo la semana pasada que mandara levantar un muro para aislar el jardín.
-¿Ah, sí?
-Sí, por los críos y los domingueros, ¿recuerda?
-¡Ya! –asintió él frunciendo el ceño-. ¿Pero por qué han tenido que empezar a trabajar tan pronto?
-Y qué quiere –contestó Concha encogiéndose de hombros-. Sus peonadas son más madrugadoras que las de usted.
“¡Sus peonadas son más madrugadoras!”, murmuró él mientras andaba por la orilla, esbozando por primera vez una sonrisa que, no obstante, se esfumó enseguida de su semblante. Porque no había sido sólo aquel mal despertar la causa principal de su irritación. La cosa venía ya del día anterior. Y la cosa, en cuestión, se trataba de un ordenador personal que su hijo le había mandado por medio de una empresa de transporte. Un ordenador muy cuidadosamente embalado y con visibles advertencias en la caja sobre la “fragilidad” que contenía.
“¡Me cisco en tu padre!”, fue lo primero que soltó don Julián al ver el aparato y pensar en su hijo. Este no había hecho más que atosigarle en las últimas semanas acerca de las excelencias e infinitas bondades que podía depararle el uso del artilugio informático.
-No seas retrógrado, papá –le había dicho.
-Se dice jurásico –se atrevió a intervenir la mostrenca de su nuera.
-Jubila ya a ese trasto de hierro. No tienes idea de cómo el ordenador puede agilizar tu tarea. Estoy seguro de que al cabo de una semana de emplearlo ya no podrás volver a trabajar sin él.
¿Cómo podía aquel lechuguino decir con tanto desprecio que jubilara a la Rita? La Rita era fuerte, sonora y hermosa. No necesitaba llevar ningún adhesivo con la palabra “frágil” cuando viajaba con él. Cuántas veces había acariciado aquel “trasto de hierro”. Cuántas noches de absoluta soledad había llorado frente a ella. Ella y él, él y ella, los dos trabajando a brazo partido hasta en las horas más intempestivas de la noche para poder acabar cuanto antes la novela, mientras el niño y su madre, aún viva, dormían plácidamente en la habitación de al lado. “De esta no salimos, Rita”, llegó a decir una madrugada en la que creyó haber perdido la batalla contra las deudas. Pero salieron, ¡vaya si salieron! Aquella obra en concreto, la quinta de su cuño, escrita con más desespero y cuita que ninguna otra, le catapultaría a la fama y a un mundial reconocimiento. Sería su obra cumbre, la de obligada referencia tras mencionar el nombre del escritor; “Julián Ramos, el autor de La casa de cristal…”.
No le agradaba aquella joven generación que había arrebatado el testigo. Eran fríos, pragmáticos, consumistas voraces, asépticos, sólo ávidos de información... como el ordenador. El ordenador era su dios porque aspiraban a ser como él, pero era obvio que jamás podrían competir con el invento. Parecían aborrecer las emociones y los sentimientos por considerarlos debilidades de la naturaleza humana ¿Qué había fallado? Él, como escritor de lo humano, asumía con grima su parte de responsabilidad.
Era necesario poner el alma en las cosas para crear, para crear de verdad. El ordenador carecía de alma, y ser creador era situarse infinitamente por encima de aquél. Esto no se aprendía en un folleto informativo o en un manual de instrucciones, esa realidad había que verla, palparla con la misma intensidad que su piel notaba el agua fría del mar cuando paseaba descalzo por la orilla.
Su hijo le había anunciado que vendría la semana próxima para enseñarle a utilizar el ingenio. Bueno, lo usaría unos días para que se callara y luego volvería con Rita. Así le demostraría –y se demostraría a sí mismo– que no tenía miedo ¿O sí lo tenía? Tal vez. Había que descubrirlo, era necesario enfrentarse a ello. Al fin y al cabo, pensaba, se trataría de un temor similar al de sentarse frente a la página en blanco ¿Página en blanco? No, ahora había que decir “pantalla en blanco”. Ridículo y terrible, pues la pantalla no era blanca sino luminosa. La página sí era blanca, y limpia, y virgen. Ella te pedía poesía, palabras sencillas, inútiles y bellas como luna, paloma o luz. El ordenador, en cambio, sólo reclamaba datos y cifras.
-Y además podrás conectarte a internet –le había dicho también su unigénito-. Así encontrarás toda la información sobre cualquier tema del que desees documentarte para tus libros, y sin necesidad de salir de casa.
¡Lo que faltaba! ¿Cuántas palabras extrañas había oído decir en relación a ese mundo?: módem, web, wifi, e-mail... Los muy cretinos se estaban cargando el idioma, ese maravilloso idioma del que se enamoró desde adolescente. ¡Insensatos! ¡Traidores! ¿Qué podía esperarse de ellos? Todo cuanto tocaban moría antes de nacer. Creían desafiar los límites mientras vivían confinados en una cápsula de acero tan diminuta como ellos. Eran seres sin rostro, sin nombre y sin voz, fantasmas navegantes del ciberespacio que buscaban a otros fantasmas, cuanto más lejanos mejor, cuando en realidad eran incapaces de dirigir un simple saludo al vecino; porque el vecino, con rostro, voz y ojos les horrorizaba. “¡Cobarde, levántate y anda! Mira de cara a tu prójimo, salúdale y sonríele. Tal vez comprendas entonces que tu prójimo próximo no es tan ajeno”.
No obstante, había que reconoce que en todo aquel asunto de la tecnología, él era un completo inútil. Tan inútil como un poema escrito al amanecer.
Al regresar a la casa se encontró a Concha en el vestíbulo.
-Hace un rato ha llamado su hijo preguntando por usted –le informó.
-¿Otra vez ese? –refunfuñó-. ¿Y qué quiere ahora?
-Dijo que vendrá a buscarle el lunes, a las nueve.
-¿Por qué? ¿Adónde voy?
-¿Tampoco se acuerda? –preguntó la mujer con aire impaciente-. Tiene visita con el ornitorrinco.
-Querrás decir con el otorrino. Otorrino de otorrinolaringólogo.
-Eso, con el ornitorrino. Bueno, voy a prepararle el zumo y ahora se lo subo.
-No hace falta. Esta mañana no voy a escribir.
-¿No? –inquirió la sirvienta extrañada- ¿Es que se encuentra mal?
-Digamos que no estoy muy católico. Hoy no hay peonada, como tú dices. Me tomaré el zumo en el jardín. Así veré cómo va esa obra.
Al llegar al jardín, vio a dos hombres trabajando en la construcción del muro. Se sorprendió por lo mucho que habían hecho en tan poco tiempo.
-Buenos días –les saludó.
-Buenos días, don Julián –le respondieron al unísono.
Tomó asiento en el banco de piedra que había junto a la palmera. Le costaba creer que sólo dos hombres pudieran trabajar con tanta eficacia y rapidez. Mientras se deleitaba observándolos, comprobó que, más que rápidos, formaban un equipo reducido a la mínima expresión pero perfectamente organizado y diestro, sosteniendo un ritmo pausado pero constante, en una armoniosa sincronización. Uno de ellos preparaba el cemento y facilitaba a su compañero grupos de ladrillos. El otro parecía un artista con el manejo de la paleta; rebozaba los bordes de los ladrillos con un par de movimientos de muñeca, afeitaba el cemento sobrante con la precisión de un barbero, luego un golpecito aquí, otro allá... y el ladrillo quedaba encajonado en su justo lugar, manteniendo una exacta simetría con respecto a los demás.
-Aquí tiene su zumo –le dijo Concha.
-Gracias.
-¿Qué le parece? No crea que me ha sido fácil conseguir a estos hombres. Los albañiles por aquí escasean y tienen siempre mucho trabajo. Pero por casualidad ayer me encontré al señor Gálvez y me prometió solucionarlo enseguida. “Si es para don Julián, está hecho”, me dijo.
-¿Quién es Gálvez?
-¡El constructor, hombre! Ese que usted dice que siempre le paga los cafés en el bar.
-¡Ah, sí! Es muy amable.
-Le aprecia a usted mucho, ¿sabe?
-Sí, todos me aprecian –murmuró don Julián como para sí-. Y no sé por qué. Nunca he hecho nada útil. Me hice escritor porque creía que tenía algo que decir, y ahora me doy cuenta de que es esta gente la que me enseña a mí cada día. Mira a estos dos hombres cómo trabajan, con qué sencillez y eficacia. A menudo pienso que me habría gustado ser como uno de ellos. Pero no puede ser. Soy demasiado torpe. No sé construir, y la técnica y yo nos llevamos a matar. No soy de este mundo.
-Vamos, don Julián. ¿Qué le pasa hoy? Hombres como ellos los hay a millones, pero como usted muy pocos en el mundo entero.
-¿Como yo? ¿Por qué dices eso? ¿Sólo porque los has oído decir a otros? Dime, ¿alguna vez has leído un libro mío?
-No –respondió ella.
-Pero lo que sí hiciste un día fue acompañarme a Urgencias tras ocurrírseme intentar clavar una escarpia en la pared. Mira, todavía tengo la cicatriz.
-No tiene nada que ver –rebatió la sirvienta-. Usted escribe para el espíritu que no se ve ni se toca, y conoce muchas palabras que ellos no saben. Las palabras son más valiosas que el dinero.
-Bueno, pues si quieres a partir de ahora cada mes te daré palabras en lugar de dinero.
-¡Cómo le gusta reírse de los pobres! ¿Cree que si yo no tuviera necesidades no aceptaría con gusto el cambio?
-Toma –le entregó el vaso vacío-. Y ahora déjame, quiero estar solo.
-Como quiera, pero tenga cuidado. Me parece que hoy se ha despertado usted con la cabeza demasiado caliente.
Volvió a fijar su mirada en los constructores; constructores de muros, de casas, de palacios, de catedrales, de pirámides… A pesar de tanta historia y tantos avances sin embargo, algo había ido mal. En el campo de lo humano el hombre parecía haber retrocedido. El niño se había hecho aún más niño; y su juguete, más sofisticado y peligroso. Tal vez Concha tuviera razón, tal vez su trabajo sí era importante. Ella lo había dicho a su manera al afirmar que las palabras eran más valiosas que el dinero. Él tenía palabras, era cierto. No en vano suponían sus instrumentos de trabajo, tenía la obligación de conocerlas mejor que los demás porque...
En medio de tales cavilaciones, vio cómo uno de los albañiles manipulaba un teléfono móvil al tiempo que su compañero le gritaba:
-Y dile que mañana no se olvide de venir para enjalbegar el enfoscado.
El rostro del escritor quedó como petrificado. Se incorporó y se dirigió con una parsimonia autómata hacia el interior de la casa. Entró en su estudio, tomó el diccionario que había sobre la mesa y, con un leve tremor en las manos, buscó el significado de un par de palabras que resonaban en su mente como un estribillo machacón. Al fin, leyó:
Enfoscado: Primer revestimiento de mortero que se da a un muro antes de enlucirlo.
Enjalbegar: Blanquear o enlucir una pared o un muro.
Volvió a dejar el diccionario sobre la mesa, salió del estudio, entró en una habitación contigua, cerró la puerta… Se oyó cómo echaba el cerrojo.

Al día siguiente, a mediodía, don Julián todavía continuaba encerrado en su dormitorio. Concha, preocupada, no cesaba de llamar con insistencia a la puerta. Pero él siempre vociferaba lo mismo:
-¡Déjame en paz, mujer! Déjame dormir para que pueda olvidar lo inútil que soy.

                                                                                                                                             (relato)

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