-Buenos días,
don Julián.
-Buenas noches.
Don Julián tenía
un mal día; parecía haberse levantado aquella mañana con el pie izquierdo.
Incluso su habitual y placentero paseo matutino por la playa se le antojaba
ahora fastidioso. Caminaba abstraído y con un gesto huraño, respondiendo sin
pensar a los cordiales y también habituales saludos de los lugareños con los
que se cruzaba. Porque el pueblo entero lo veneraba. Todos estaban orgullosos
de tener al conspicuo y laureado escritor como vecino. Desde que adquiriera,
hacía ya unos años, una vieja casa solariega en el lugar con el fin de vivir en
ella el resto de sus días, don Julián se había convertido en una suerte de emblema
viviente para aquella pequeña población costera. El peso pesado de las letras
nacionales, el eterno candidato al Nobel, la indiscutible e indiscutida gran conciencia
histórica del país… era un hombre tan admirado como querido por aquellas
sencillas gentes marineras.
-Buenos días, don
Julián.
-Buenas tardes.
Sí, el hombre se había levantado con mal pie y antes de hora. Un bullicio
de ruidos y voces le había despertado muy temprano aquella mañana. Llamó
airadamente a Concha, su asistenta, para exigirle una explicación.
-Pero don
Julián, ¿ya no se acuerda? –respondió la mujer-. Me dijo la semana pasada que
mandara levantar un muro para aislar el jardín.
-¿Ah, sí?
-Sí, por los
críos y los domingueros, ¿recuerda?
-¡Ya! –asintió
él frunciendo el ceño-. ¿Pero por qué han tenido que empezar a trabajar tan
pronto?
-Y qué quiere –contestó
Concha encogiéndose de hombros-. Sus peonadas son más madrugadoras que las de
usted.
“¡Sus peonadas
son más madrugadoras!”, murmuró él mientras andaba por la orilla, esbozando por
primera vez una sonrisa que, no obstante, se esfumó enseguida de su semblante.
Porque no había sido sólo aquel mal despertar la causa principal de su
irritación. La cosa venía ya del día anterior. Y la cosa, en cuestión, se
trataba de un ordenador personal que su hijo le había mandado por medio de una
empresa de transporte. Un ordenador muy cuidadosamente embalado y con visibles
advertencias en la caja sobre la “fragilidad” que contenía.
“¡Me cisco en tu
padre!”, fue lo primero que soltó don Julián al ver el aparato y pensar en su
hijo. Este no había hecho más que atosigarle en las últimas semanas acerca de
las excelencias e infinitas bondades que podía depararle el uso del artilugio
informático.
-No seas
retrógrado, papá –le había dicho.
-Se dice
jurásico –se atrevió a intervenir la mostrenca de su nuera.
-Jubila ya a ese
trasto de hierro. No tienes idea de cómo el ordenador puede agilizar tu tarea.
Estoy seguro de que al cabo de una semana de emplearlo ya no podrás volver a
trabajar sin él.
¿Cómo podía
aquel lechuguino decir con tanto desprecio que jubilara a la Rita? La Rita era
fuerte, sonora y hermosa. No necesitaba llevar ningún adhesivo con la palabra
“frágil” cuando viajaba con él. Cuántas veces había acariciado aquel “trasto de
hierro”. Cuántas noches de absoluta soledad había llorado frente a ella. Ella y
él, él y ella, los dos trabajando a brazo partido hasta en las horas más
intempestivas de la noche para poder acabar cuanto antes la novela, mientras el
niño y su madre, aún viva, dormían plácidamente en la habitación de al lado.
“De esta no salimos, Rita”, llegó a decir una madrugada en la que creyó haber
perdido la batalla contra las deudas. Pero salieron, ¡vaya si salieron! Aquella
obra en concreto, la quinta de su cuño, escrita con más desespero y cuita que
ninguna otra, le catapultaría a la fama y a un mundial reconocimiento. Sería su
obra cumbre, la de obligada referencia tras mencionar el nombre del escritor;
“Julián Ramos, el autor de La casa de cristal…”.
No le agradaba
aquella joven generación que había arrebatado el testigo. Eran fríos,
pragmáticos, consumistas voraces, asépticos, sólo ávidos de información... como
el ordenador. El ordenador era su dios porque aspiraban a ser como él, pero era
obvio que jamás podrían competir con el invento. Parecían aborrecer las
emociones y los sentimientos por considerarlos debilidades de la naturaleza
humana ¿Qué había fallado? Él, como escritor de lo humano, asumía con grima su
parte de responsabilidad.
Era necesario
poner el alma en las cosas para crear, para crear de verdad. El ordenador
carecía de alma, y ser creador era situarse infinitamente por encima de aquél.
Esto no se aprendía en un folleto informativo o en un manual de instrucciones,
esa realidad había que verla, palparla con la misma intensidad que su piel
notaba el agua fría del mar cuando paseaba descalzo por la orilla.
Su hijo le había anunciado que vendría la semana próxima para enseñarle a
utilizar el ingenio. Bueno, lo usaría unos días para que se callara y luego
volvería con Rita. Así le demostraría –y se demostraría a sí mismo– que no
tenía miedo ¿O sí lo tenía? Tal vez. Había que descubrirlo, era necesario
enfrentarse a ello. Al fin y al cabo, pensaba, se trataría de un temor similar
al de sentarse frente a la página en blanco ¿Página en blanco? No, ahora había
que decir “pantalla en blanco”. Ridículo y terrible, pues la pantalla no era
blanca sino luminosa. La página sí era blanca, y limpia, y virgen. Ella te
pedía poesía, palabras sencillas, inútiles y bellas como luna, paloma o luz. El
ordenador, en cambio, sólo reclamaba datos y cifras.
-Y además podrás
conectarte a internet –le había dicho también su unigénito-. Así encontrarás
toda la información sobre cualquier tema del que desees documentarte para tus
libros, y sin necesidad de salir de casa.
¡Lo
que faltaba! ¿Cuántas palabras extrañas había oído decir en relación a ese mundo?:
módem, web, wifi, e-mail... Los muy cretinos se estaban cargando el
idioma, ese maravilloso idioma del que se enamoró desde adolescente.
¡Insensatos! ¡Traidores! ¿Qué podía esperarse de ellos? Todo cuanto tocaban
moría antes de nacer. Creían desafiar los límites mientras vivían confinados en
una cápsula de acero tan diminuta como ellos. Eran seres sin rostro, sin nombre
y sin voz, fantasmas navegantes del ciberespacio que buscaban a otros fantasmas,
cuanto más lejanos mejor, cuando en realidad eran incapaces de dirigir un
simple saludo al vecino; porque el vecino, con rostro, voz y ojos les horrorizaba.
“¡Cobarde, levántate y anda! Mira de cara a tu prójimo, salúdale y sonríele.
Tal vez comprendas entonces que tu prójimo próximo no es tan ajeno”.
No obstante, había
que reconoce que en todo aquel asunto de la tecnología, él era un completo
inútil. Tan inútil como un poema escrito al amanecer.
Al regresar a la
casa se encontró a Concha en el vestíbulo.
-Hace un rato ha
llamado su hijo preguntando por usted –le informó.
-¿Otra vez ese?
–refunfuñó-. ¿Y qué quiere ahora?
-Dijo que vendrá
a buscarle el lunes, a las nueve.
-¿Por qué?
¿Adónde voy?
-¿Tampoco se
acuerda? –preguntó la mujer con aire impaciente-. Tiene visita con el
ornitorrinco.
-Querrás decir
con el otorrino. Otorrino de otorrinolaringólogo.
-Eso, con el
ornitorrino. Bueno, voy a prepararle el zumo y ahora se lo subo.
-No hace falta.
Esta mañana no voy a escribir.
-¿No? –inquirió
la sirvienta extrañada- ¿Es que se encuentra mal?
-Digamos que no
estoy muy católico. Hoy no hay peonada, como tú dices. Me tomaré el zumo en el
jardín. Así veré cómo va esa obra.
Al llegar al
jardín, vio a dos hombres trabajando en la construcción del muro. Se sorprendió
por lo mucho que habían hecho en tan poco tiempo.
-Buenos días –les
saludó.
-Buenos días, don
Julián –le respondieron al unísono.
Tomó asiento en el banco de piedra que había junto a la palmera. Le
costaba creer que sólo dos hombres pudieran trabajar con tanta eficacia y
rapidez. Mientras se deleitaba observándolos, comprobó que, más que rápidos,
formaban un equipo reducido a la mínima expresión pero perfectamente organizado
y diestro, sosteniendo un ritmo pausado pero constante, en una armoniosa
sincronización. Uno de ellos preparaba el cemento y facilitaba a su compañero
grupos de ladrillos. El otro parecía un artista con el manejo de la paleta;
rebozaba los bordes de los ladrillos con un par de movimientos de muñeca,
afeitaba el cemento sobrante con la precisión de un barbero, luego un golpecito
aquí, otro allá... y el ladrillo quedaba encajonado en su justo lugar,
manteniendo una exacta simetría con respecto a los demás.
-Aquí tiene su zumo –le dijo Concha.
-Gracias.
-¿Qué le parece? No crea que me ha sido fácil conseguir a estos hombres.
Los albañiles por aquí escasean y tienen siempre mucho trabajo. Pero por
casualidad ayer me encontré al señor Gálvez y me prometió solucionarlo
enseguida. “Si es para don Julián, está hecho”, me dijo.
-¿Quién es Gálvez?
-¡El constructor, hombre! Ese que usted dice que siempre le paga los
cafés en el bar.
-¡Ah, sí! Es muy amable.
-Le aprecia a usted mucho, ¿sabe?
-Sí, todos me aprecian –murmuró don Julián como para sí-. Y no sé por
qué. Nunca he hecho nada útil. Me hice escritor porque creía que tenía algo que
decir, y ahora me doy cuenta de que es esta gente la que me enseña a mí cada
día. Mira a estos dos hombres cómo trabajan, con qué sencillez y eficacia. A
menudo pienso que me habría gustado ser como uno de ellos. Pero no puede ser.
Soy demasiado torpe. No sé construir, y la técnica y yo nos llevamos a matar.
No soy de este mundo.
-Vamos, don Julián. ¿Qué le pasa hoy? Hombres como ellos los hay a
millones, pero como usted muy pocos en el mundo entero.
-¿Como yo? ¿Por qué dices eso? ¿Sólo porque los has oído decir a otros?
Dime, ¿alguna vez has leído un libro mío?
-No –respondió ella.
-Pero lo que sí hiciste un día fue acompañarme a Urgencias tras
ocurrírseme intentar clavar una escarpia en la pared. Mira, todavía tengo la
cicatriz.
-No tiene nada que ver –rebatió la sirvienta-. Usted escribe para el
espíritu que no se ve ni se toca, y conoce muchas palabras que ellos no saben.
Las palabras son más valiosas que el dinero.
-Bueno, pues si quieres a partir de ahora cada mes te daré palabras en
lugar de dinero.
-¡Cómo le gusta reírse de los pobres! ¿Cree que si yo no tuviera
necesidades no aceptaría con gusto el cambio?
-Toma –le entregó el vaso vacío-. Y ahora déjame, quiero estar solo.
-Como quiera, pero tenga cuidado. Me parece que hoy se ha despertado
usted con la cabeza demasiado caliente.
Volvió a fijar su mirada en los constructores; constructores de muros, de
casas, de palacios, de catedrales, de pirámides… A pesar de tanta historia y
tantos avances sin embargo, algo había ido mal. En el campo de lo humano el
hombre parecía haber retrocedido. El niño se había hecho aún más niño; y su
juguete, más sofisticado y peligroso. Tal vez Concha tuviera razón, tal vez su
trabajo sí era importante. Ella lo había dicho a su manera al afirmar que las
palabras eran más valiosas que el dinero. Él tenía palabras, era cierto. No en
vano suponían sus instrumentos de trabajo, tenía la obligación de conocerlas
mejor que los demás porque...
En medio de tales cavilaciones, vio cómo uno de los albañiles manipulaba
un teléfono móvil al tiempo que su compañero le gritaba:
-Y dile que mañana no se olvide de venir para enjalbegar el enfoscado.
El rostro del escritor quedó como petrificado. Se
incorporó y se dirigió con una parsimonia autómata hacia el interior de la
casa. Entró en su estudio, tomó el diccionario que había sobre la mesa y, con
un leve tremor en las manos, buscó el significado de un par de palabras que resonaban
en su mente como un estribillo machacón. Al fin, leyó:
Enfoscado: Primer revestimiento
de mortero que se da a un muro antes de
enlucirlo.
Enjalbegar: Blanquear o
enlucir una pared o un muro.
Volvió a dejar el diccionario sobre la mesa, salió del estudio, entró en una
habitación contigua, cerró la puerta… Se oyó cómo echaba el cerrojo.
Al día siguiente, a mediodía, don Julián todavía continuaba encerrado en
su dormitorio. Concha, preocupada, no cesaba de llamar con insistencia a la
puerta. Pero él siempre vociferaba lo mismo:
-¡Déjame en paz, mujer! Déjame dormir para que pueda olvidar lo inútil
que soy.
(relato)
No hay comentarios:
Publicar un comentario