06 noviembre 2014

Un siglo y un país de cine



En alguna ocasión me ha dado por elucubrar sobre qué idea de este siglo casi recién doblado podría tener un individuo medio y globalizado del, digamos, año 2.200… en el supuesto, claro está, de que este mundo nuestro todavía siga dando vueltas. Lo primero que me acude a la mente es la imagen difusa de una sonrisa anónima, con una expresión entre sardónica y enternecida, que corresponde a un “alguien” que piensa en la ridícula arrogancia de un siglo que creyó vivir, tal como sus pobladores definieron, la Edad Moderna y Posmoderna.
No nos detengamos ahí, aprovechemos tan insólita circunstancia e intentemos ir un poco más allá. Preguntemos ahora a nuestro amigo -tal vez un tataranieto nuestro- sobre todo lo que sabe acerca de los EEUU en el farragoso y cambalachero siglo XX. Es probable que guarde silencio durante unos instantes para estrujar su memoria, y finalmente acabe respondiendo que el susodicho país se distinguió en tal período por ser el primero en haber utilizado la bomba atómica en una guerra, y que también se caracterizó por haber realizado muy buenas películas. Y seguramente volverá a guardar silencio porque ya no sabrá nada más que decir. Pero si el futurista individuo medio resulta ser un poco más medio-alto que medio-medio, quizá añada que en esa nación, y en la referida época, se creó la ONU y se inició el feminismo.
Habrá quien considere que exagero y frivolizo al obviar otros importantes hitos (y fracasos) llevados a cabo en el casi recién fenecido siglo por el gigante yanki. Pero entonces yo, cambiando de tercio y de interlocutor, le preguntaría a este último que me dijera, por favor, todo lo que sabe acerca del poderosísimo imperio mongol del siglo XIII. Como seguramente su respuesta sería fulminarme con la mirada, me avendría a ponérselo algo más fácil. Le pediría -también por favor- que escribiera todo cuanto supiera sobre el Egipto Faraónico (3.000-332 a. C.). Si mi estimado replicante resulta ser un ciudadano medio tirando a altito, es posible que logre cubrir de palabras un folio sobre esos más de dos milenios y medio de resplandor egipcio (una pincelada, al fin y al cabo, en la historia). Pero tras este humillante examen,  me esforzaría en intentar levantarle el ánimo confesándole al oído que yo no había conseguido sobrepasar el medio folio. Ya se sabe que “mal de muchos...”

Aclaremos sin embargo una cosa. Hacer una película, y hacerla bien, es algo muy serio. In secula seculorum se verán con auténtica fruición films como Ciudadano Kane, Casablanca, ¡Qué bello es vivir!, Bambi o Una noche en la ópera. El buen cine, como la buena literatura, no pertenecen a un tiempo, aunque hablan de un tiempo, por lo que además podrán considerarse como preciosísimos documentos sociales e históricos. Muy especialmente se valorará la producción cinematográfica realizada en la primera mitad del siglo XX, pues en la segunda la fatiga creativa se hace a menudo notoria, las estrellas ya no rutilan con tanta intensidad y los alardes pirotécnicos (tan abundantes en la cinematografía de hoy) no gozarán del menor interés para esas gentes venideras ahítas de tecnología buena y barata.
Pero este extraordinario universo cinematográfico no hubiera sido posible tan solo por el buen hacer de un limitado plantel de grandes artistas y profesionales. Ha sido necesario mucho más que eso. Los mejores tomates sólo pueden encontrarse en una huerta de tomates. Ha sido necesario la plena identificación colectiva de un pueblo con el llamado Séptimo Arte, por medio del cual se ha logrado reconvertir la épica y el mito ancestrales en un nuevo paradigma regulador de formas de ser (american way of life, el sueño americano, etc.). Es por ello que el norteamericano piensa y vive cinematográficamente. Y es por ello también que lo que mejor sabe hacer, muy por encima de cualquier otra cosa, es cine. Esa doblez, esa singular ambivalencia que les caracteriza y que es fuente de incesante conflicto (sin conflicto no hay cine ni literatura) es una expresión originaria de su naturaleza profunda, puritana y conservadora, que proyectan de modo constante con su visión maniquea y simplista del mundo. Debe de ser por esa razón que el norteamericano medio (medio-bajo, medio-medio y medio-alto) llega a conmoverme por un lado tanto como me exaspera por el otro.

Dicho lo cual podría decirse sin temor a errar que no sólo el cine no sería lo que es sin la contribución de aquel país, sino que aquel país no sería lo que es sin el cine.

Una de las mejores superproducciones americanas realizadas a principios del presente siglo tiene como protagonista al temible Bin Laden. Nos llegaron en su día noticias de que destacados miembros del gobierno y del ejército USA se pasaron varias horas encerrados en una habitación visionando la famosa película en la que sale el señor del turbante soltando su amenazador discurso en la montaña. Tras una larga y atenta sesión de cine, llegaron a sospechar que las rocas que aparecían tras el individuo eran un simple decorado de cartón piedra. No podría ser de otra forma para quien piensa y vive cinematográficamente. Porque, vamos a ver; ese supuesto grupo terrorista vivía agazapado en un país de proporciones similares a la Península Ibérica y en donde la mitad de su superficie es altamente montañosa. O sea, que tienen piedras para dar y tomar. Y no contentos con eso, van y se montan un escenario de cartón piedra; no fuera que a alguna china se le ocurriera chivarse. Luego centraron su atención en el modo en que el protagonista mantenía su dedo índice levantado, en el reloj barato que lucía, en el tono templado y seguro de su voz, en el modo de coger la taza de té, en su manera de beber... Parecían estar convencidos de que, como fulgurante estrella de la pantalla, debía de disponer de un puñado de asesores de imagen que le indicaban hasta el número de veces que tenía que parpadear. Más o menos lo mismo que le señalaban a Bush cada vez que se situaba frente a una cámara. Aunque hay que reconocer que el presidente, como buen norteamericano, era mucho mejor actor. La escena de las lagrimitas en el acto de recuerdo a las víctimas del atentado que tuvo lugar junto al Pentágono, no la hace cualquiera con tanto realismo. Y es que en determinados momentos, como bien saben sus asesores, resulta conveniente que hasta el más duro cowboy de Texas demuestre un rescoldo de sensibilidad.

Sabiendo, como sabemos, que de lo que más saben ellos es de cine, es lógico que, frente a cualquier duda que les pueda asaltar, acaben preguntando a los que más saben entre los que saben ¿Y quiénes son los que más saben? Pues los mejores directores de cine, naturalmente. Por eso fueron a preguntarle a Georges Lucas, autor de la exitosa Guerra de las galaxias. Nos cuentan que un séquito empleado por el gobierno y constituido por ingenieros, científicos, técnicos y diseñadores se reunió con el laureado realizador para inspirarse y ser instruidos acerca de las posibles y más eficaces armas letales aún no inventadas. Estoy convencido de que tal reunión habrá resultado bien fructífera para la futura operatividad militar. Del mismo modo, también requirieron a los más renombrados guionistas de Hollywood, para que les orientaran sobre las eventuales estrategias que el enemigo podría desarrollar. También aquí cabe esperar acertadas (y sabias) observaciones.

Es posible que algún lector piense que he olvidado mencionar de manera imperdonable la proeza histórica yanki de haber conseguido colocar un hombre en la superficie lunar. Me he reservado el hacerlo porque la tesis de que todo aquello fue un montaje (otro montaje) cinematográfico va sumando adeptos día tras día. A mí, la verdad, esas afirmaciones me parecen un poco bestias, pero en cualquier caso ahí están y prefiero abstenerme de la polémica. Sin embargo no parece prudente limitarse a calificar a ese grupo de escépticos de simple pandilla de charlatanes, al menos no sin antes escucharlos y atender sus argumentos. Por lo visto en las imágenes lunares en que aparecen los astronautas pueden apreciarse un sinfín de pequeñas incongruencias que, puestas todas juntas y a peso, invitan cuanto menos a la duda y a la sospecha.

Ésta podría ser la breve sinopsis de la más grande superproducción cinematográfica de todos los tiempos:
Década de los sesenta. Nos encontramos en plena guerra fría. Los EEUU y la URSS se han lanzado a una desbocada y enloquecida carrera espacial. El prestigio tecnológico y militar de cada una de las dos superpotencias está en juego. Todo parece indicar que la URSS lleva cierta ventaja, pero los EEUU nos están de ningún modo dispuestos a sufrir una vergonzosa derrota. De pronto, en una de las múltiples reuniones norteamericanas, a alguien se le ocurre una genial idea. Se levanta con un respingo y espeta: “¡Hagamos lo que mejor sabemos hacer!”. Y lo hicieron. Y el mundo entero quedó asombrado.
Solo que tal vez (y remarco, tal vez) se cometió un pequeño fallo: el director no era Georges Lucas.

Sí señor, ¡una gran película! O por lo menos hubiera podido serlo. En cualquier caso, si mis elucubraciones me han llevado demasiado lejos, ahí queda mi pequeña contribución al cine.

THE END

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