13 noviembre 2014

Mi tío Pito



Hoy he recibido noticia de que mi muy estimado tío Pito ha fenecido. Paréceme que fue ayer cuando él deleitaba mi imaginación infantil con historias fantásticas y tan alucinantes como su misma ignorancia, pero de las que yo en ningún momento osé dudar de su veracidad a causa de que yo debía de poseer por aquel entonces un grado parejo al suyo en ingenuidad. Durante todos estos años transcurridos, empero, mi memoria ha ido recalando en su recuerdo de vez en vez, desordenada pero insistentemente, creo yo con que el deseo velado, cuando no por la necesidad, de rendirme al llanto, mas a un llanto de risa y carcajada en mitad de este valle de lágrimas que es la vida ordinaria nuestra.
Porque mi tío Pito, que Dios guarde en su gloria para solaz de las celestiales almas, fue un hombre venido a este mundo con la misión samaritana de hacer reír a su prójimo, y ello aun en contra de su voluntad; rasgo éste distintivo de los cómicos o bufos natos. Y yo mismo puedo dar fe de que en las ocasiones que él quiso dar risa, provocó bostezo. Dicho de otro modo y con mayor llaneza: su único talento consistió en hacer reír a los demás en la misma medida que él se encorajinaba, lo cual, por otra parte, debió de resultarle en extremo penoso y urticante, como bien podrá verse más adelante.
Para empezar revelaré que el nombre completo de mi tío era Agapito Pito Conejo, el cual ya por sí solo animaba al oyente a dibujar un rictus algo zumbón en su jeta. Fue alumbrado (aunque con muy pocas luces, hay que decir) en una pedanía de Betanzos una fría noche sin luna de 1922. Sus padres, mis abuelos maternos, no tardaron mucho tiempo en advertir la cortedad del niño; aunque por suerte habría de venir más tarde mi madre para equilibrar algo la balanza. De todas maneras prefirieron no darse mucho por enterados de su inhabilidad hasta que el maestro de la escuela, el entrañable y sufrido don Mariano, así juzgara en certificarlo. Pero éste no tardó demasiado en proceder de tal manera, según parece a causa de una gota de agua que había desbordado un vaso. La gota culpable del desbordamiento consistía en un poema que el susodicho profesor había encargado a sus alumnos como ejercicio extraordinario de clase. El poema que mi tío Pito escribió constaba sólo de dos versos, que así decían:
Soy de Betanzos
Y me gustan los garbanzos
-Ya pueden ver –les comentó el maestro a los padres-. Eso sí, los versos riman en consonante, lo cual nunca deja de ser algo meritorio. Pero, sinceramente, creo que su hijo debería encauzar su escaso potencial hacia objetivos más prácticos, por el bien de él y la tranquilidad de ustedes.
Advertidos ya y bien aconsejados por el bueno de don Mariano, en un país que por entonces sobrevivir constituía un gran acto de proeza, decidieron al fin agarrar al toro por la cornamenta y se afanaron en buscar un trabajo de aprendiz en donde colocar a su zangolotino hijo. Miraron y remiraron todo tipo de oficios dignos que no exigieran mucho entendimiento y que pudieran garantizarle una subsistencia. No habrían de pasar demasiadas fatigas hasta que lograron ubicarlo de aprendiz en una fragua aledaña al pueblo tras convenir con el herrero en las condiciones, que no eran de las peores aunque por muy escaso margen. Pensaron que el trabajo en la herrería reportaría al muchacho experiencia y conocimiento para poder levantar una propia algún día. Sin embargo los años pasaron raudos y Pito Pito, convertido ya en un fornido mozo, no se apartó del fuelle de la fragua ni un solo día. Mi tío parecía no saber ni por dónde se amarraba el martillo, y mucho menos se atrevió a lidiar con el yunque. Él no daba muestras de frustrarse por ello y el herrero, hombre tosco pero de buenos fueros internos, continuó requiriéndole en su negocio porque tuvo siempre necesidad de alguien en el manejo del fuelle y para otras labores menores. Y así mi tío prosiguió en esa ocupación hasta su jubilosa jubilación, acabando sus días laborales bajo las órdenes del hijo del patrón.
Uno de los pasajes más comentados y difundidos en el anecdotario de la vida de mi impar tío Pito, fue cuando tuvo que acudir a A Coruña con motivo de la tramitación de su documento nacional de identidad. El funcionario de turno, al cumplimentar los formularios oficiales, le preguntó por su profesión, como era preceptivo en aquellos tiempos de riguroso control policial y leyes contra vagos y maleantes:
-Soy el que fuella en la fragua de la herrería –respondió mi tío.
-Pero todo eso no me cabe en la casilla –objetó el funcionario- ¿Qué nombre simple recibe el que se dedica a semejante menester?
-¿Es necesario que se lo diga? –preguntó tío Pito.
-¡Absolutamente!
-Follador, soy follador. Así se le dice al que folla o fuella en la fragua.
Y “follador” hubieron de ponerle en el documento, hecho que propició abundante escarnio y mofa hasta tiempos presentes y témome que futuros. Porque para mayor inri (paradojas crueles de la vida) mi tío Pito nunca  llegó a pitar en hembra alguna, o dicho con mayor sutileza: nunca llegó a mojar pan en caldo ajeno. Según versa el rumor popular, desistió definitivamente de buscar compañera tras un rudo golpe, si no amoroso sí por lo menos muy moral. Juzguen ustedes mismos el lance que tuvo lugar y que aún hoy puede oírse cantar por las aldeanas desde el Baixo Miño hasta la Serra da Faladoira:
Mi tío había oído campanas (aunque bastante mal repicadas, hay que decir) de que para ganar hembra había que recitar poesía, casi con la misma infalibilidad que para pescar pez había que poner cebo. Así las cosas, un día se armó de valor y decidió probar suerte con la quiosquera de la estación de Puentedeume, buena moza casadera y de mórbidas redondeces por la que él suspiraba a menudo en sus desvelos nocturnos. Se plantó frente a las narices de su soñada dama y le dijo:
“Soy de Betanzos,
y me gustan los garbanzos”.
A lo que la moza respondió resuelta y sin dejar que mediara un segundo:
“Y yo soy de Padrón.
¡Así que lárgate, cabrón!”.
    Ni que decir tiene que fue un severo testarazo para mi escaso pero muy susceptible tío, incapaz en toda su vida de hacerle daño a un mosquito. Aunque su disgusto mayor no fue debido al improperio que le había regalado su displicente Dulcinea, sino al insolente alarde de ingenio que ésta había exhibido ante él sin el menor recato. Porque Pito Pito recordaba que la elaboración de su  poema le había conllevado un considerable afán, y la moza, en cambio, le había arrojado a la cara otro aún mejor fraguado y con la rapidez fulminante del rayo. Más que una mala experiencia, fue aquella humillación la que lo alejó para siempre del género femenino. Y a partir de aquel lamentable suceso, y sin remilgos ni remordimientos de ninguna clase, el hombre tuvo a bien adquirir la costumbre de mojar pan en caldo propio.
Desde entonces las puyas y chanzas por motivo de su profesión oficial encalabrinaron especialmente a mi pobre tío, al que bautizaron con el apodo de el Follador, atribuyéndole imaginarias hazañas de jocosa carga erótica que muy bien podían rivalizar, si bien con épica de diferente matiz, con las cantadas gestas al Campeador, personaje con el que llegáronle a confrontar en más de una ocasión por medio de algún ingenioso chiste o chuscada. Lo que hacía rabiar a mi tío era el hecho de que mucha era la fama y la guasa, pero de lana, como se ha dicho, no llegó a cardar ni una. A él no le habría importado demasiado la fama si se hubiera ajustado mínimamente a la realidad, es decir, mi tío se habría aplicado con gusto la leyenda de “ande yo caliente y ríase la gente”, pero no sobrellevaba nada bien el descojono popular cuando él andaba helado como la escarcha en la amanecida. Muy ilustrativo de lo que digo es la escena que se representó una tarde en la que mi tío caminaba rumbo a San Xorxe y se tropezó con una pareja de la Benemérita que, al verle, le requirió sus documentos:
-Don Agapito Pito Conejo –leyó uno de los guardiaciviles– Profesión: follador.
-Servidor de usted.
-¡Pero hombre! –exclamó el otro uniformado- ¿No le da a usted vergüenza?
 -No señor, lo que me da es mucha rabia.
Otro de los momentos más contados y cantados en la vida de mi tío fue, casualmente, una de las veces en que tuvo que retornar a la capital para la renovación del fastidioso documento identificativo, trámite éste que realizaba con peores ánimos que cuando tenía que habérselas con Antón el Sacamuelas. El funcionario que en esa ocasión le atendió, no obstante, dio muestras de ser algo menos papista que el Papa y un poco más flexible que su antecesor primero. De esta manera se cuenta y se canta lo acontecido:
-Profesión: follador –leyó el administrativo-. ¿Qué significa eso?
-Soy el que fuella en la fragua de la herrería –le aclaró mi tío.
-Es una palabra malsonante y que se presta a confusión y burla –declaró comprensivo el funcionario-. Voy a eximirle de tan ingrata carga, pues todos los oficios y profesiones son iguales en dignidad. Escribiré “herrero”.
-Pero yo no soy herrero, señor –corrigió mi tío-. Jamás he forjado, sólo fuello.
-Pues a partir de hoy es herrero -sentenció el hombre-. ¡No se hable más! Queda ascendido.
Creo que mi tío no llegó a disfrutar en la vida de momento más venturoso que aquel. Le habían exonerado por conducto oficial de un oneroso epíteto muy desagradable de sobrellevar, y al tiempo le habían concedido un ascenso tan inesperado como probablemente inmerecido. Pero pensó que tampoco era cosa de hacerle ascos a la suerte. Celebró el acontecimiento de tal modo que todo Betanzos se enteró en el mismo día de que a Pito el Follador le habían nombrado herrero por la vía del “ordeno y mando”, tal vez por influencia de una importante y anónima firma vinculada al Régimen. Y así todos le felicitaron por su nombramiento. Todos menos el herrero, claro está, que nunca vio con buenos ojos aquella intromisión del Estado en lo concerniente a su negocio, aunque desde el primer momento obró con la prudencia (debido a algún asunto pretérito que era mejor no meneallo) de quien cree que “en boca cerrada no entran moscas”. Por otra parte, ningún representante o secretario del gobierno se dignó a presentarse en la herrería para notificarle en persona el ascenso de categoría de su empleado follador, por lo que optó sabiamente por quitar hierro (nunca mejor dicho) al asunto.
Y así mi tío continuó follando y follando, aunque ahora con ganado respeto y reconocimiento. Fuellaba, pero con mucha mejor tesitura. Si bien era cierto que el apodo de “el Follador” ya no se lo habría de quitar ni la madre que lo había traído al mundo, sin embargo ahora sus convecinos pronunciaban el alias con una diferente entonación y connotación.
Ésta es, muy breve y parcialmente contada, la historia de mi entrañable  tío Pito, de quien he hablado tantas veces que hasta mis hijos,  aun sin haberlo conocido siquiera, se refieren a él como el abuelo, prescindiendo del antecedente “tío”, como sería de rigor. Y no sé yo, quizás sea por una falsa impresión mía, pero desde que en esta casa ha habido conocimiento de su fenecimiento, he notado un cierto recochineo solapado en el ambiente, muy a pesar mío, he de confesarles. Por ejemplo, mi hija Carmencita, de sólo seis añitos de edad, no hace más que cantar todo el tiempo eso de “Pito, Pito, gorgorito, adónde fuiste tú tan bonito...”. Por no hablar  ya de mi hijo Fernando, púber precoz y procaz, el cual hace apenas un rato, mientras se duchaba, cantaba a voz en grito una nueva versión de una popular canción que decía: “EL abuelo fue folladooor, allá en la fraguaaa...”. Mi mujer, en lugar de darme apoyo en este asunto y ayudarme a enderezar las formas, se escabulle de mi lado para también carcajearse a trompicones. Y qué quieren que les diga, a mí me indigna que no se guarde a mi apreciado tío Pito el duelo debido en tan triste día, si no ya por consideración a mí sí al menos a la de mi madre, hermana querida y única del difunto. ¡Cómo ha llorado la pobrecilla al enterarse! Ha subido a toda prisa las escaleras para enclaustrarse en su habitación, ya que nunca ha gustado de dolerse o lagrimear en público. Hace unos minutos he cruzado por delante de su estancia y por un momento me he sentido sacudido por una impresión engañosa, pues me ha parecido oír que mi madre reía sofocadamente. Pero no, lo que ocurre es que ella tiene un llanto con un son muy similar al de la risa y me ha confundido, eso es todo.
En lo que a mí respecta, si quieren que les sea sincero y confiando en su absoluta discreción, les diré que varias veces, mientras recordaba escenas vividas con mi singular tío Pito, he tenido que morderme los labios para contenerme la risa. Sí, lo confieso, yo también he pecado. Incluso me he visto obligado en dos ocasiones a acudir con urgencia al escusado, donde al tirar de la cadena he aprovechado para evacuar de golpe una risa reprimida que andaba oprimiéndome las entrañas de manera insoportable. Les aseguro sin embargo que yo tenía mucha estima a mi tío Pito. Pongo a Dios por testigo. Lo que ocurre es que nunca imaginé que la risa y la tristeza pudieran convivir con tanta fruición y armonía en un trance tan luctuoso como este. Me dirán que son dos sentimientos demasiado enfrentados para poderse conciliar, pero también un hombre y una mujer son dos sexos opuestos y miren ustedes si son capaces de acoplarse placenteramente. Es una lástima que mi tío Pito se haya ido al otro mundo sin haber comprobado esta verdad. Sobre todo después de haberse pasado la vida haciendo en la fragua lo que nunca consiguió hacer con... Quiero decir... Que descanse en paz el pobre después de tanto y tanto... Discúlpenme, pero he de volver al escusado.

(relato)

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