28 diciembre 2014

La chatarra


  La vieja camioneta se apartó de la carretera para detenerse bruscamente en un escarpado ensanche de la cuneta. La violenta sacudida y el estrépito metálico que causó el frenazo asustaron a la perra. Braulio le soltó un manotazo para que estuviera quieta.
   Aquel había sido un mal día para él. Apenas había logrado reunir algo de chatarra tras una dura jornada de trabajo.
   -No te muevas de ahí –ordenó al animal mientras se apeaba del destartalado vehículo-. Orino y ahora vuelvo.
   Braulio se acercó a un matorral y se dispuso a aliviarse. Desde allí podía atisbarse Puerto Esplín, que él llamaba Puerco Espín, en donde había malgastado buena parte del día. El resto de la jornada lo había dedicado a merodear por los alrededores de la Cedrada, que él decía la Cerdada, muy cerca del Puente de las Cabras, desde donde su padre se arrojara una mañana para matarse con sus dolores.
   De pronto de un arbusto próximo vio surgir una liebre que echó a correr como un rayo hacia el interior del bosque. La perra, al verla, salto por la ventanilla abierta para perseguirla enloquecida.
   -¡Fístula!, ¡Fístula! –gritó el chatarrero-. ¡Maldita perra enana!
   Sin embargo la perra desapareció de su vista al adentrarse en un pinar lleno de maleza. Con un semblante torvo e impaciente, Braulio la estuvo esperando a que regresara. Viendo que no volvía y que no atendía a sus llamadas, pensó en dejarla ahí y abandonarla. Al fin y al cabo perra más torpe y fea no la había en toda la comarca. Pero enseguida se acordó de la Juliana. Ella no le perdonaría jamás tal acción. Además, ¡qué caramba!, él también se había acostumbrado a su compañía.
   Airándose más aún, tomó una branca del suelo y fue a buscarla para rompérsela en el lomo.
   -¡Cagondiez, Fístula! –bramó-. Solo faltas tú hoy.
   Se acercó al pinar, buscó y trajinó por los alrededores sin dejar de blandir la branca. Pero la perra no aparecía por ninguna parte. 
   Casualmente, al ir a mirar tras una gran roca, halló una hondonada en la tierra que parecía haber sido utilizada antaño como muladar o vertedero doméstico, tal vez por una derruida casa que había cerca, junto a la carretera. El descubrimiento disipó su enojo, pues entre un sinfín de latas oxidadas y podridos maderos vio una ajada lavadora, una mesita de hierro y el manillar de una bicicleta.
   Tomó la lavadora, la cargó sobre la espalda y, bamboleando por el terrible esfuerzo, logró llevarla hasta la camioneta. Luego regresó a por la mesa y el manillar. Justo cuando cargaba con ambos trastos apareció la perra.
   -¡Ah, estás ahí! –le dijo al verla-. Por esto te has librao, malaje. Anda, vamos a casa.
   El animal no cesaba de jadear ruidosamente.
  -Estás vieja, Fístula. Como no te mires un poco, cualquier día te saldrá el corazón por la boca.
   Braulio intentó echar cuentas de la edad que podía tener. ¿Ocho?, ¿nueve años?... No estaba seguro. Lo que sí recordaba bien era el día en que la trajo la Juliana. “Parece una rata”, fue lo único que a él se le ocurrió decir al verla. Pero solo era un mal regalo de una tía de la mujer. “O te la llevas o la mato”, le había dicho a su sobrina desde el lecho donde convalecía de una reciente operación de fístula. A Braulio la palabreja le hizo gracia y con ella bautizó al cachorro.
   Una vez cargada toda la mercancía, los dos subieron a la camioneta. Con la previa explosión de costumbre, la máquina arrancó y tomó de nuevo la carretera con otro infernal baile de chatarras.
   La perra bostezó largamente.
   -Tienes hambre, ¿eh? Podías haberte cazado la liebre al menos. La Juliana se fuera puesto contenta. Tres días llevamos ya de sopas y verduras.
   Poco a poco, Braulio, sin darse cuenta, fue entregándose a un pensamiento un tanto inédito para un hombre de su temperamento. Pensaba en toda aquella basura que él recogía a diario y que, sin embargo, en otro tiempo fueron cosas importantes o valiosas para alguien, adquiridas con ilusión en su momento. Pero no se detuvo solo en eso y fue más allá; sintió de repente una honda desazón al adivinar la indiferencia con que habrían sido abandonas, a pesar de contener cada una de ellas una historia humana compartida, un tiempo o un trazo de vida convertida para siempre en memoria.
   Enseguida el hombre se sorprendió por pensar así. ¿Qué le ocurría? Era la primera vez que sentía algo tan absurdo. La basura era basura y nada más. ¡Qué idiotez!
   -¡Qué idiotez! –barbotó en voz alta.
   Miró en la guantera para comprobar si se había pasado con el vino. La botella estaba casi llena y recordó que solo había apurado un par de tragos durante el almuerzo.
   No obstante, su indómita mente volvía a recrearse una y otra vez en las pobres imágenes de la lavadora, la mesita, la caldera, el refrigerador o los estantes del día anterior… Pensar en esas cosas que le causaba tristeza. El día era frío y gris. Tal vez fuera eso.
   De pronto, en un instante de lucidez, Braulio dio con ello. Notó cómo se le encendían las mejillas a causa de la súbita emoción que le embargó. Se trataba de algo tan íntimo y metido dentro que de inmediato lamentó haberlo descubierto. La culpa de todo aquello la tenía el manillar de bicicleta.

   Su padre fue un humilde guardabarrera. Braulio, ya de muy niño, tuvo bien claro que de mayor sería maquinista. Adoraba la grandeza majestuosa de los trenes que lo hacía empequeñecer todo, el brío y los poderosos resoplos que soltaba al pasar, como advirtiendo a todo el mundo que se apartara porque nada era capaz de detenerlo. Muchas noches Braulio se levantaba a hurtadillas y abría la ventana para respirar mejor su olor, aquel olor a libertad que algún día iría siempre con él para recorrer el país de un extremo a otro.
   Una tarde, un tren de mercancías se detuvo casi en el mismo paso a nivel debido al mal estado en un tramo de las vías, cerca de la estación próxima. El maquinista, como tantos otros, conocía a Braulio de vista y siempre lo saludaba al pasar. Los dos se hicieron grandes amigos durante la media hora en que el tren estuvo parado. El maquinista le enseñó un montón de cosas acerca del tren, le dejó tocar por tres veces el silbato y al final, cuando tuvo que partir, le regaló a su pequeño amigo la vieja gorra que llevaba puesta. Braulio quedó tan entusiasmado que no pudo dormir en toda la noche.
   En la Navidad de aquel mismo año, el padre, haciendo un gran esfuerzo económico, le regaló a su hijo una bicicleta. Fue para el niño el día más feliz de su vida. Jamás se separaría de ella; aun cuando estaba en la casa haciendo los deberes o comiendo, la tenía siempre a su lado para poder admirarla o tocarla las veces que él quisiera. Por las mañanas se levantaba muy temprano para pedalear unos kilómetros antes de acudir a la escuela, y nunca se olvidaba de cubrirse la  cabeza con la gorra de su amigo el maquinista. Porque no era una bicicleta lo que el muchacho imaginaba conducir, sino un tren, ¡su tren!
   Una mañana, durante el verano, vio en una tienda de bicicletas y accesorios que había en el pueblo un hermosísimo timbre en cuya parte superior había grabado una locomotora. Braulio trabajó cinco días en un almacén para poder comprarlo. Como todavía le quedó algo de dinero, pidió a un obrero de la fábrica que le soldara el timbre en el manillar para que nadie pudiera quitárselo. Y así, con aquel pequeño detalle, acabó por rubricar lo que la bicicleta había sido siempre en realidad; un tren, un tren del que ya nadie osaría dudar.

   Braulio apartó la vista de la carretera durante unos segundos, como intentando hacer un quiebro a la memoria y despistarla. No quería seguir recordando. Sin embargo en cuanto volvió la mirada al asfalto, las imágenes fueron surgiendo de nuevo, y, con ellas, las emociones con que fueron grabadas…

   Si a muy temprana edad vivió el día más feliz, también muy pronto descubriría que era posible arrebatar el corazón de alguien de un zarpazo; cuando un día al salir de la escuela vio que le habían robado la bicicleta. El mundo entero se desmoronó con saña sobre él. Llegó a su casa llorando desesperadamente, aunque albergando en el fondo la esperanza de que su padre, al enterarse, haría movilizar a la policía de todo el país para buscarla sin tregua. Pero lo único que consiguió fue un severo castigo por su negligencia.
   El chico no volvió a ser el mismo. Se fue haciendo cada vez más taciturno y ausente. Al cabo de unas semanas, el padre tuvo noticia de que su hijo había dejado de asistir a la escuela. Desde entonces lo castigó y lo apalizó casi a diario, pero no hallaba manera de enderezarlo. El muchacho no oponía la menor resistencia a los golpes, aceptaba sumiso todo tipo de castigo y no parecía siquiera resentirse por aquel trato brutal y correctico del que era objeto. A decir verdad, ni siquiera llegó a derramar una sola lágrima. Con una cerril terquedad, se negaba a pisar los mismos caminos que antes recorriera con su bicicleta. Se pasaba las horas lejos de la casa, sentado junto a algún tramo de la vía en un abstraído e inquietante silencio esperando para ver pasar los trenes. Pero aquello tampoco duraría mucho. El padre sufrió un empeoramiento de su enfermedad en los huesos y le fue concedida la invalidez. La familia marchó entonces a vivir a un pequeño pueblo del interior, lejos de las vías y los trenes. Y nadie volvió a ver al muchacho con una gorra sobre la cabeza.

   Braulio escupió por la ventanilla. Volvió a abrir la guantera, tomó la botella y, aunque nunca lo hacía a esas horas bebió un largo trago de vino. La perra dormitaba plácidamente en el asiento de al lado.
   Dejó la carretera para tomar un corto camino que llevaba hasta la barraca. Como de costumbre, tocó la bocina para advertir a la mujer de su llegada. Luego bajo para comprobar la mercancía del día.

   Tras oír el claxon, la mujer retiró la olla del fuego y preparó la mesa. Después, también como de costumbre, salió afuera para saber cómo le habría ido a Braulio el día. Pero en cuanto se acercó a la camioneta quedó impresionada por lo que vio. Su marido se hallaba hincado de rodillas a la tierra y sollozando como un niño. En sus manos temblorosas sostenía un herrumbroso manillar de bicicleta con un peculiar timbre soldado en él.

(relato)

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