11 diciembre 2014

El ladrón de sueños


Tres mensajeros del Rey llegaron al valle en briosos corceles. Venían de Palacio, más allá de las altas montañas, para dar cuenta de un grave asunto en todos los poblados del Reino. Sin embargo los habitantes del valle no se sorprendieron por la visita de los fastuosos jinetes, pues hacía tiempo que esperaban ansiosos noticias del Rey acerca de aquella intolerable situación bajo la que desde hacía meses vivían. Por eso, en cuanto les vieron llegar, corrieron en tropelía para recibirles abandonando todas sus labores. Porque, pese a lo sucedido, aún mantenían viva la esperanza de que todo volviera a ser como antes.
Efectivamente, la vida resultaba ahora insoportable. Todo el mundo se mostraba apático y triste. Ya nadie sonreía. El trabajo en el campo se había hecho más agotador, y las relaciones entre los vecinos se entablaban solo para discutir o pelear. Nadie cantaba, y tampoco nadie, al caer la noche, alzaba su mirada para contemplar las estrellas. ¿Por qué nos ha pasado esto?, se preguntaban apesadumbrados.
Los tres mensajeros congregaron a todos en la plaza de la aldea. Y tras solicitar silencio, uno de ellos empezó a hablar:
-Como sabéis, nuestro Rey está muy preocupado por lo ocurrido. Por esta razón los sabios y consejeros del Reino se han reunido durante varios días para estudiar a fondo este problema. Y finalmente han llegado a la siguiente conclusión: los sueños no han desaparecido, sino que alguien los ha robado.
Tras un largo murmullo de indignación, el mensajero continuó:
-El Mago del Rey asegura que el ladrón se oculta en una cueva de la Gran Montaña. Aparte de informaros, nuestra misión consiste en buscar a un voluntario con el suficiente arrojo para ir allí y tratar de rescatar los sueños. Quien lo consiguiere, recibirá mil monedas de oro, un gran título de honor y el privilegio de residir en Palacio.
De inmediato algunos fornidos mozos se abrieron paso entre la muchedumbre para situarse en primer término. Cada uno de ellos aspiraba a ser el héroe elegido.
El portavoz real, tras intercambiar con sus compañeros una mirada y una sonrisa cómplices, añadió:
-Nos resulta muy grato comprobar el buen número de valientes que reside en esta aldea –dijo en un tono algo irónico-. Pero antes de que os decidáis debemos haceros una advertencia. El Mago y los sabios coinciden al asegurar que un ser capaz de robar sueños no puede ser humano, y de poco o nada servirán las armas contra él. Sospechan también que podría tener el poder de convertir a cualquiera en un sueño, quizá en el personaje de una pesadilla. Aclarado esto, es ahora cuando debemos preguntar si se presenta algún voluntario para semejante aventura.
Los mocetones permanecieron inmóviles como estatuas y sin mentar palabra. Uno a uno fueron agachando la cabeza y retrocediendo un par de pasos.
Con un semblante de cansancio por la escena tantas veces repetida, los emisarios reales volvieron a montar en sus corceles para partir en busca de mejor suerte.
-¡Un momento! –oyeron antes de alejarse-. Yo iré.
Los tres jinetes se volvieron súbitamente y con gran sorpresa vieron surgir de entre la multitud a un hombrecillo anciano de larga cabellera y frondosa barba, blancas como la nieve de las cumbres.
-¿Tú? –no pudo evitar preguntar uno de los mensajeros-. ¿Y quién eres?
-Soy el maestro de la escuela –respondió el anciano-. Habéis solicitado un voluntario y yo me presento. Alguien tiene que hacerlo.  Pero antes quiero que le digáis a nuestro Rey que no pretendo títulos ni honores. Decidle que, si la fortuna me acompañara, a cambio de esos privilegios tuviera a bien mandar construir una nueva escuela en esta aldea. La que tenemos es demasiado pequeña y ruinosa.
-Así se lo haré saber, respetable maestro –respondió un mensajero al tiempo que le ofrecía un pliego-. Toma, en este plano tienes detallado el lugar exacto al que debes dirigirte. ¡Que Dios te acompañe en tu suerte!
Y los tres mensajeros partieron al galope con la satisfacción de haber cumplido al fin su misión.
Toda la aldea felicitó al anciano por el valor demostrado; toda la aldea excepto los niños, que parecían intuir mejor que nadie el gran peligro que esperaba a su buen y querido maestro.

Cerca de una semana de penosa andadura por innumerables riscos y vericuetos tuvo que emplear el anciano hasta alcanzar la Gran Montaña. El viento soplaba helado y cortante, y el cansancio en sus ya débiles piernas era extenuante. Por un momento, física y anímicamente, se sintió desfallecer. Se preguntó si todo aquello valía la pena, si contaba al menos con una lejana posibilidad… ¿Qué podía esperarse de un viejo como él al que ni los jóvenes de ahora solían pedir consejo? Pusilánime, se detuvo para descansar. Tomó asiento, comió, bebió y meditó durante un tiempo. Después tomó el plano para volver a consultarlo, se incorporó y empezó a caminar con paso decidido. Había sido solo un mal momento, uno de tantos otros como había tenido en la vida pero que nunca consiguieron doblegarlo.
Llegó por fin a la cueva señalada. Extrajo una lámpara del morral, la encendió y luego entró sin vacilación. El interior era amplio como un enorme almacén, y por todo el suelo se apiñaban unas grandes sacas bien repletas y atadas. Tocó una de ellas para hacerse una idea de qué podrían contener, y al tacto le pareció como algo extremadamente blanco y voluble, más que la lana o el algodón.
Una inesperada voz le asustó:
-Son sueños, si tanto te interesa saberlo.
El maestro se volvió con un respingo. Vio entonces a una criatura peluda y de color rojo. Su rostro era deforme, y tenía cuatro patas y cuatro brazos.
La criatura añadió:
-No sabía que existiera alguien tan estúpido como para atreverse a venir aquí.
El maestro respondió sosegadamente:
-Puedes hacer de mí lo que quieras si tienes poder para ello. Pero he de decirte que no te temo en absoluto.
-Lo sé –dijo la criatura-. Si me temieras ya te habría destruido. Yo me alimento del miedo de los hombres, y cuanto mayores son sus miedos más poderoso soy.
-¿Eres el demonio? –le preguntó.
-Digamos que soy uno de los muchos demonios a quienes los hombres miman y alimentan. Ahora dime quién eres tú.
-Soy un maestro de escuela.
-¿Un maestro de escuela? Entonces eres un gran servidor nuestro. Los maestros soléis educar a los niños en el miedo.
-¡No es cierto! –espetó el anciano-. Yo nunca he enseñado a los niños a temer, sino todo lo contrario. Siempre he procurado enseñarles a amar la vida, a actuar para construir un mundo mejor. Toda mi vida la he dedicado a esto. Y ahora tú, al arrebatarles a ellos también sus sueños, pretendes que permanezca de brazos cruzados mientras contemple cómo derrumbas mi trabajo y el de tantos otros. Estás listo si crees que me voy a ir de aquí tal como he venido. Te exijo que liberes a los sueños.
-Tú no puedes exigirme nada, viejo decrépito –respondió con desprecio la criatura-. Si no tienes intención de marcharte, y ya que no te puedo destruir, quédate conmigo si quieres. A mí me da igual. Yo soy inmortal, y a ti te queda poco tiempo de vida.
-¿Pero qué consigues con esto? Los sueños son para ser vividos, y no para poseerlos como un vulgar coleccionista de piedras. Son los íntimos anhelos que descansan en lo más profundo del hombre, algo hermoso que…
- Jajaja… -interrumpió la criatura con una risa estrepitosa-. ¿Algo hermoso, dices? No me hagas reír, inocente anciano. Desata tú mismo una de estas sacas y comprueba lo que tienes por hermoso.
El maestro obedeció. Se acercó a la saca más próxima, desató la cuerda del extremo y espero a ver qué sucedía. Lentamente fue surgiendo de su interior una masa gaseosa y multicolor que llegó a formar una figura, una nítida figura que el anciano reconoció enseguida: un becerro de oro.
-Ahí tienes uno de tus hermosos sueños –declaró jactanciosa la criatura-. El símbolo de la adoración al dinero. No creas que se trata de algo casual. Elige otra saca si lo deseas, la que prefieras.
El anciano repitió la operación. Sin embargo en esta ocasión empleó cierto tiempo en elegir la saca, como intentando vanamente asegurarse de que su contenido fuese diferente al de la otra. Tras descordarla, llegaron a formarse dos figuras: una corona y un puñal.
-La corona del poder y el puñal de la venganza –explicó la criatura-. Otro hermoso sueño. Hay cientos de estos. Todos engendrados por las pasiones más bajas del hombre, todos dignos de pertenecer a mi reino. He pretendido sobresalir de entre los de mi especie apoderándome de lo que yo también consideraba como lo más precioso de los hombres. No tenía suficiente con inducir al mal, con tentar, pues me parecía demasiado fácil. Esperaba que todos mis camaradas reconocieran mi hazaña. Pero debo reconocer que he fracasado. La inmensa mayoría de estos sueños solo sirven para decorar el infierno.
-Entonces, ¿por qué no los liberas? El mundo necesita soñar. Es posible que los sueños todavía dejen mucho que desear, pero algún día serán mejores. Seguro. Y cuando así sea ni siquiera tú podrás hacer nada con ellos porque, al igual que el miedo y el odio, habrás dejado de existir. 
   La criatura quedó perpleja. Luego manifestó:
  -He de admitir que eres sabio, maestro. No había caído en ello. Aunque, sinceramente, no creo que tal día llegue nunca.
   -Libéralos, por favor –suplicó el maestro.
   -¿Y por qué voy a hacerlo? Yo por favor no hago nada. Pretendes quedar como un héroe a costa de mi fracaso. Tendrás que pagar un alto precio a cambio.
   -Mis sueños.
   -¿Cómo has dicho? –preguntó desconcertada la criatura.
   -Mis sueños. Te los ofrezco a cambio de los demás.
   -¿Qué sentido tiene que me ofrezcas algo que ya poseo?
   -Acabas de decir que no te interesan –recordó el maestro-. Pero mis sueños han sido siempre lo que me ha ayudado a vivir. Sin ellos mi vida habría sido un castigo. De algún modo, al menos conmigo, habrás conseguido lo que te habías propuesto.
   -Sí, es verdad. Ningún camarada podría entonces reírse de mí. Llevar a un hombre como tú al infierno lo justifica todo.
   -Y yo seguiría educando a los niños en el miedo, prolongando tu existencia y aumentando tu poder.
   -¡Sí! ¡Sí!...
   -¿Aceptas, entonces?
   -De acuerdo, puedes ir tranquilo. Esta noche todos volverán a soñar. Todos menos tú, claro está. Ahora vete. Desde que estás aquí noto un intenso malestar.
El anciano salió de la cueva con paso ligero. Una sonrisa taimada afloraba en sus labios, como sutil reflejo de la alegría que le embargaba. Qué hermosa le parecía la vida. Y su sonrisa se pronunciaba al imaginar la expresión de sus vecinos, cuando él se dispusiera a repartir entre ellos las mil monedas de oro. ¡Y la nueva escuela! ¿Cuántas noches había soñado con ella? No, él no necesitaba soñar. Porque su sueño se había hecho realidad.

(relato)

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