Tres mensajeros del Rey llegaron
al valle en briosos corceles. Venían de Palacio, más allá de las altas
montañas, para dar cuenta de un grave asunto en todos los poblados del Reino.
Sin embargo los habitantes del valle no se sorprendieron por la visita de los
fastuosos jinetes, pues hacía tiempo que esperaban ansiosos noticias del Rey
acerca de aquella intolerable situación bajo la que desde hacía meses vivían.
Por eso, en cuanto les vieron llegar, corrieron en tropelía para recibirles
abandonando todas sus labores. Porque, pese a lo sucedido, aún mantenían viva
la esperanza de que todo volviera a ser como antes.
Efectivamente, la vida resultaba
ahora insoportable. Todo el mundo se mostraba apático y triste. Ya nadie
sonreía. El trabajo en el campo se había hecho más agotador, y las relaciones
entre los vecinos se entablaban solo para discutir o pelear. Nadie cantaba, y
tampoco nadie, al caer la noche, alzaba su mirada para contemplar las
estrellas. ¿Por qué nos ha pasado esto?, se preguntaban apesadumbrados.
Los tres mensajeros congregaron a
todos en la plaza de la aldea. Y tras solicitar silencio, uno de ellos empezó a
hablar:
-Como sabéis, nuestro Rey está
muy preocupado por lo ocurrido. Por esta razón los sabios y consejeros del
Reino se han reunido durante varios días para estudiar a fondo este problema. Y
finalmente han llegado a la siguiente conclusión: los sueños no han
desaparecido, sino que alguien los ha robado.
Tras un largo murmullo de
indignación, el mensajero continuó:
-El Mago del Rey asegura que el
ladrón se oculta en una cueva de la Gran Montaña. Aparte de informaros, nuestra
misión consiste en buscar a un voluntario con el suficiente arrojo para ir allí
y tratar de rescatar los sueños. Quien lo consiguiere, recibirá mil monedas de
oro, un gran título de honor y el privilegio de residir en Palacio.
De inmediato algunos fornidos
mozos se abrieron paso entre la muchedumbre para situarse en primer término. Cada
uno de ellos aspiraba a ser el héroe elegido.
El portavoz real, tras
intercambiar con sus compañeros una mirada y una sonrisa cómplices, añadió:
-Nos resulta muy grato comprobar
el buen número de valientes que reside en esta aldea –dijo en un tono algo
irónico-. Pero antes de que os decidáis debemos haceros una advertencia. El
Mago y los sabios coinciden al asegurar que un ser capaz de robar sueños no
puede ser humano, y de poco o nada servirán las armas contra él. Sospechan
también que podría tener el poder de convertir a cualquiera en un sueño, quizá
en el personaje de una pesadilla. Aclarado esto, es ahora cuando debemos
preguntar si se presenta algún voluntario para semejante aventura.
Los mocetones permanecieron
inmóviles como estatuas y sin mentar palabra. Uno a uno fueron agachando la
cabeza y retrocediendo un par de pasos.
Con un semblante de cansancio por
la escena tantas veces repetida, los emisarios reales volvieron a montar en sus
corceles para partir en busca de mejor suerte.
-¡Un momento! –oyeron antes de
alejarse-. Yo iré.
Los tres jinetes se volvieron
súbitamente y con gran sorpresa vieron surgir de entre la multitud a un
hombrecillo anciano de larga cabellera y frondosa barba, blancas como la nieve
de las cumbres.
-¿Tú? –no pudo evitar preguntar
uno de los mensajeros-. ¿Y quién eres?
-Soy el maestro de la escuela
–respondió el anciano-. Habéis solicitado un voluntario y yo me presento.
Alguien tiene que hacerlo. Pero antes
quiero que le digáis a nuestro Rey que no pretendo títulos ni honores. Decidle
que, si la fortuna me acompañara, a cambio de esos privilegios tuviera a bien
mandar construir una nueva escuela en esta aldea. La que tenemos es demasiado
pequeña y ruinosa.
-Así se lo haré saber, respetable
maestro –respondió un mensajero al tiempo que le ofrecía un pliego-. Toma, en
este plano tienes detallado el lugar exacto al que debes dirigirte. ¡Que Dios
te acompañe en tu suerte!
Y los tres mensajeros partieron
al galope con la satisfacción de haber cumplido al fin su misión.
Toda la aldea felicitó al anciano
por el valor demostrado; toda la aldea excepto los niños, que parecían intuir
mejor que nadie el gran peligro que esperaba a su buen y querido maestro.
Cerca de una semana de penosa
andadura por innumerables riscos y vericuetos tuvo que emplear el anciano hasta
alcanzar la Gran Montaña. El viento soplaba helado y cortante, y el cansancio
en sus ya débiles piernas era extenuante. Por un momento, física y
anímicamente, se sintió desfallecer. Se preguntó si todo aquello valía la pena,
si contaba al menos con una lejana posibilidad… ¿Qué podía esperarse de un
viejo como él al que ni los jóvenes de ahora solían pedir consejo? Pusilánime,
se detuvo para descansar. Tomó asiento, comió, bebió y meditó durante un
tiempo. Después tomó el plano para volver a consultarlo, se incorporó y empezó
a caminar con paso decidido. Había sido solo un mal momento, uno de tantos
otros como había tenido en la vida pero que nunca consiguieron doblegarlo.
Llegó por fin a la cueva señalada.
Extrajo una lámpara del morral, la encendió y luego entró sin vacilación. El
interior era amplio como un enorme almacén, y por todo el suelo se apiñaban
unas grandes sacas bien repletas y atadas. Tocó una de ellas para hacerse una
idea de qué podrían contener, y al tacto le pareció como algo extremadamente
blanco y voluble, más que la lana o el algodón.
Una inesperada voz le asustó:
-Son sueños, si tanto te interesa
saberlo.
El maestro se volvió con un
respingo. Vio entonces a una criatura peluda y de color rojo. Su rostro era
deforme, y tenía cuatro patas y cuatro brazos.
La criatura añadió:
-No sabía que existiera alguien
tan estúpido como para atreverse a venir aquí.
El maestro respondió
sosegadamente:
-Puedes hacer de mí lo que quieras
si tienes poder para ello. Pero he de decirte que no te temo en absoluto.
-Lo sé –dijo la criatura-. Si me
temieras ya te habría destruido. Yo me alimento del miedo de los hombres, y cuanto
mayores son sus miedos más poderoso soy.
-¿Eres el demonio? –le preguntó.
-Digamos que soy uno de los
muchos demonios a quienes los hombres miman y alimentan. Ahora dime quién eres
tú.
-Soy un maestro de escuela.
-¿Un maestro de escuela? Entonces
eres un gran servidor nuestro. Los maestros soléis educar a los niños en el
miedo.
-¡No es cierto! –espetó el
anciano-. Yo nunca he enseñado a los niños a temer, sino todo lo contrario.
Siempre he procurado enseñarles a amar la vida, a actuar para construir un
mundo mejor. Toda mi vida la he dedicado a esto. Y ahora tú, al arrebatarles a
ellos también sus sueños, pretendes que permanezca de brazos cruzados mientras
contemple cómo derrumbas mi trabajo y el de tantos otros. Estás listo si crees
que me voy a ir de aquí tal como he venido. Te exijo que liberes a los sueños.
-Tú no puedes exigirme nada,
viejo decrépito –respondió con desprecio la criatura-. Si no tienes intención
de marcharte, y ya que no te puedo destruir, quédate conmigo si quieres. A mí
me da igual. Yo soy inmortal, y a ti te queda poco tiempo de vida.
-¿Pero qué consigues con esto?
Los sueños son para ser vividos, y no para poseerlos como un vulgar
coleccionista de piedras. Son los íntimos anhelos que descansan en lo más
profundo del hombre, algo hermoso que…
- Jajaja… -interrumpió la
criatura con una risa estrepitosa-. ¿Algo hermoso, dices? No me hagas reír,
inocente anciano. Desata tú mismo una de estas sacas y comprueba lo que tienes
por hermoso.
El maestro obedeció. Se acercó a
la saca más próxima, desató la cuerda del extremo y espero a ver qué sucedía. Lentamente
fue surgiendo de su interior una masa gaseosa y multicolor que llegó a formar
una figura, una nítida figura que el anciano reconoció enseguida: un becerro de
oro.
-Ahí tienes uno de tus hermosos
sueños –declaró jactanciosa la criatura-. El símbolo de la adoración al dinero.
No creas que se trata de algo casual. Elige otra saca si lo deseas, la que
prefieras.
El anciano repitió la operación.
Sin embargo en esta ocasión empleó cierto tiempo en elegir la saca, como
intentando vanamente asegurarse de que su contenido fuese diferente al de la
otra. Tras descordarla, llegaron a formarse dos figuras: una corona y un puñal.
-La corona del poder y el puñal
de la venganza –explicó la criatura-. Otro hermoso sueño. Hay cientos de estos.
Todos engendrados por las pasiones más bajas del hombre, todos dignos de
pertenecer a mi reino. He pretendido sobresalir de entre los de mi especie
apoderándome de lo que yo también consideraba como lo más precioso de los
hombres. No tenía suficiente con inducir al mal, con tentar, pues me parecía
demasiado fácil. Esperaba que todos mis camaradas reconocieran mi hazaña. Pero
debo reconocer que he fracasado. La inmensa mayoría de estos sueños solo sirven
para decorar el infierno.
-Entonces, ¿por qué no los
liberas? El mundo necesita soñar. Es posible que los sueños todavía dejen mucho
que desear, pero algún día serán mejores. Seguro. Y cuando así sea ni siquiera
tú podrás hacer nada con ellos porque, al igual que el miedo y el odio, habrás
dejado de existir.
La criatura quedó perpleja. Luego manifestó:
-He de admitir que eres sabio, maestro. No había caído en ello. Aunque, sinceramente, no creo que tal día llegue nunca.
-Libéralos, por favor –suplicó el maestro.
-¿Y por qué voy a hacerlo? Yo por favor no hago nada. Pretendes quedar como un héroe a costa de mi fracaso. Tendrás que pagar un alto precio a cambio.
-Mis sueños.
-¿Cómo has dicho? –preguntó desconcertada la criatura.
-Mis sueños. Te los ofrezco a cambio de los demás.
-¿Qué sentido tiene que me ofrezcas algo que ya poseo?
-Acabas de decir que no te interesan –recordó el maestro-. Pero mis sueños han sido siempre lo que me ha ayudado a vivir. Sin ellos mi vida habría sido un castigo. De algún modo, al menos conmigo, habrás conseguido lo que te habías propuesto.
-Sí, es verdad. Ningún camarada podría entonces reírse de mí. Llevar a un hombre como tú al infierno lo justifica todo.
-Y yo seguiría educando a los niños en el miedo, prolongando tu existencia y aumentando tu poder.
-¡Sí! ¡Sí!...
-¿Aceptas, entonces?
-De acuerdo, puedes ir tranquilo. Esta noche todos volverán a soñar. Todos menos tú, claro está. Ahora vete. Desde que estás aquí noto un intenso malestar.
El anciano salió de la cueva con paso ligero. Una sonrisa taimada afloraba en sus labios, como sutil reflejo de la alegría que le embargaba. Qué hermosa le parecía la vida. Y su sonrisa se pronunciaba al imaginar la expresión de sus vecinos, cuando él se dispusiera a repartir entre ellos las mil monedas de oro. ¡Y la nueva escuela! ¿Cuántas noches había soñado con ella? No, él no necesitaba soñar. Porque su sueño se había hecho realidad.
(relato)
La criatura quedó perpleja. Luego manifestó:
-He de admitir que eres sabio, maestro. No había caído en ello. Aunque, sinceramente, no creo que tal día llegue nunca.
-Libéralos, por favor –suplicó el maestro.
-¿Y por qué voy a hacerlo? Yo por favor no hago nada. Pretendes quedar como un héroe a costa de mi fracaso. Tendrás que pagar un alto precio a cambio.
-Mis sueños.
-¿Cómo has dicho? –preguntó desconcertada la criatura.
-Mis sueños. Te los ofrezco a cambio de los demás.
-¿Qué sentido tiene que me ofrezcas algo que ya poseo?
-Acabas de decir que no te interesan –recordó el maestro-. Pero mis sueños han sido siempre lo que me ha ayudado a vivir. Sin ellos mi vida habría sido un castigo. De algún modo, al menos conmigo, habrás conseguido lo que te habías propuesto.
-Sí, es verdad. Ningún camarada podría entonces reírse de mí. Llevar a un hombre como tú al infierno lo justifica todo.
-Y yo seguiría educando a los niños en el miedo, prolongando tu existencia y aumentando tu poder.
-¡Sí! ¡Sí!...
-¿Aceptas, entonces?
-De acuerdo, puedes ir tranquilo. Esta noche todos volverán a soñar. Todos menos tú, claro está. Ahora vete. Desde que estás aquí noto un intenso malestar.
El anciano salió de la cueva con paso ligero. Una sonrisa taimada afloraba en sus labios, como sutil reflejo de la alegría que le embargaba. Qué hermosa le parecía la vida. Y su sonrisa se pronunciaba al imaginar la expresión de sus vecinos, cuando él se dispusiera a repartir entre ellos las mil monedas de oro. ¡Y la nueva escuela! ¿Cuántas noches había soñado con ella? No, él no necesitaba soñar. Porque su sueño se había hecho realidad.
(relato)
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