08 febrero 2015

Los sueños



                                La Muerte y el Sueño
                               Son tierras del mismo Reino

Según la mitología griega Hipnos (dios del sueño) y Tanatos (dios de la muerte) eran hermanos gemelos. No solo la antigua cultura helena supo ver con claridad ese territorio común que compartían ambas dimensiones humanas; también todas las demás, por lejanas y exóticas que fueran, reconocieron de algún modo tal parentesco. Consideraban que a través del sueño se podía acceder al mundo de los muertos; tener encuentros con familiares fallecidos, hablar con los ancestros, consultar a los dioses (o arquetipos del Inconsciente Colectivo, presentes en la psique humana independientemente de la particular cultura en que se vive). Y no solo eso. También creían que por medio de la interpretación onírica podían obtener respuestas y soluciones a sus conflictos o problemas personales al poder acceder a una realidad superior atemporal poseedora del conocimiento absoluto, de la sabiduría divina. Hay innumerables textos que así lo atestiguan; siendo tal vez el más conocido en nuestra cultura occidental el extracto bíblico referido al profeta Daniel (libro de Daniel), de quien se dice que más que un profeta fue un visionario e intérprete de sueños; la hoy tan popular figura del gigante con pies de barro proviene de un sueño que el rey babilonio Nabucodonosor tuvo y que Daniel supo interpretar acertadamente, salvando así su vida.
Durante milenios esto fue así. La vida era un misterio pero mediante ciertas prácticas y conocimientos podía ser parcialmente revelado a personas con dones o descendientes de castas avezadas al mundo de lo sobrenatural. Toda esta concepción misteriosa y mágica de la vida se vino abajo fulminantemente con el racionalismo del siglo XVIII, con la llamada Ilustración. No había misterio alguno, todo tenía una explicación racional o científica, y si algo se desconocía aún era debido a la ignorancia del momento, pero todo con el tiempo llegaría a ser entendido y descubierto con la sola “luz de la razón”. Creo que aún estamos sufriendo la resaca de aquella generalizada borrachera; la cual quizás fue necesaria para despojar a la mente de tanta superchería, superstición y oscurantismo en la que se hallaba atrapada. Pero el trabajo de barrido fue tan radical que acabó por confundir el mismo suelo con un escombro más que había que arrojar al vertedero. Hoy afortunadamente hay como un intento de reequilibrio; valoramos y nos servimos de la ciencia pero cada vez tenemos más claro que ella jamás encontrará respuestas a ciertos interrogantes que por su propia naturaleza escapan al campo de la razón y la ciencia. La ciencia nos puede explicar el cómo, pero nos defraudará siempre si nuestro interés se centra en el porqué. La ciencia, aunque no pocos aún continúen venerándola, ha bajado de su pedestal divino. Es buena, útil e incluso necesaria… pero no es ninguna diosa capaz de iluminar todo el misterio de la vida y la humanidad. Claro que para que llegáramos de la borrachera de la Ilustración hasta este punto han tenido que suceder algunos destacables episodios: Freud y su descubrimiento del inconsciente (“el ego es un títere del inconsciente”), Jung y sus arquetipos universales, siempre latentes en el Inconsciente Colectivo (¿los antiguos dioses?); Einstein y su teoría de la relatividad del espacio-tiempo… y de especial manera la irrupción de la nueva física cuántica, cuyos fundamentos entroncan con antiquísimas filosofías orientales transpersonales.  A pocos avergüenza ya hablar sin reparo sobre lo que sigue siendo –nunca dejó de serlo- el Misterio: lo inescrutable, lo impenetrable, lo inefable; ya sea la muerte, el amor, la vida misma toda, lo sobrenatural, el origen de la creación (el milisegundo antes del Big Bang), el sentido y el fin de la existencia humana… y cómo no, cierta clase de sueños tan íntimamente reveladores que nos pueden sacudir hasta el punto en que a menudo alteran nuestra percepción de la realidad. Queda todavía sobre esto último algún reparo, pues si algo nos ha enseñado esta cultura moderna que nos ha ido moldeando desde niños ha sido a desconfiar de nosotros mismos; lo subjetivo es siempre un engaño, y la verdad (así nos lo han hecho creer) la sigue teniendo la mente condicionada, descreída y arrogante del escéptico cientificista, que no científico. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro?, tal vez alguien se pregunte. Para expresarlo de un modo simple: el cientificista nunca suscribiría las siguientes palabras expresadas por el científico más relevante del siglo XX:

“La mente racional es un sirviente fiel, pero la mente intuitiva constituye un don sagrado. La paradoja de la humanidad consiste en habernos decantado por rendir culto al sirviente y deshonrar a la Divinidad”.     – Albert Einstein –

Es hora de atreverse a hablar sobre lo que uno cree, con independencia de si lo que cree es compartido por una minoría o una mayoría; e incluso si es rechazado de plano por una amplia mayoría. Es hora de volver a recuperar la confianza perdida en uno mismo. Nadie puede ver por nosotros, ni sentir por nosotros, ni descubrir (la verdad) por nosotros. Habrá, claro está, siempre alguien dispuesto a ayudarnos a mirar y descubrir aquello que  finalmente solo podemos ver y descubrir por nosotros mismos. Pero el descubrimiento y la revelación son experiencias personales e intransferibles. Así es. Así debe ser.
Por consiguiente, lo que sigue a continuación es una exposición absolutamente personal sobre lo que considero que son los sueños; no en el sentido poético o metafórico con que a ellos solemos referirnos (como sinónimos de nuestros más elevados deseos e ilusiones), sino en su sentido más estricto y real. Se trata del resultado de una exploración e indagación personales sobre una realidad, por onírica que sea, que viene a ocupar buena parte de nuestra vida, y de la que nos atrevemos a hablar tan poco.

Según mi consideración, y a riesgo de simplificar demasiado, existen básicamente 3 clases de sueños bien diferenciados unos de otros: los ordinarios, los arquetípicos y los extraordinarios (o trascendentes).

Los sueños ordinarios: son los más abundantes. La inmensa mayoría de nuestros sueños pertenecen a esta categoría. No hay ningún misterio en ellos, a menos que consideremos la misma facultad de soñar como tal. Cada día nuestro inconsciente se puebla de un sinfín de material emocional debido a la inatención con que vivimos y nos relacionamos, y este acaba manifestándose a través del sueño; el reino del inconsciente. Emociones reprimidas o inhibidas, sentimientos autocensurados, deseos ocultos, incapacidad de observar una emoción que nuestro superyó no admite o condena… Es muy amplia la gama y la procedencia de nuestro material inconsciente. En consecuencia, el sueño es una actividad psíquica necesaria para que la mente pueda regularse y reequilibrarse emocionalmente, y así poder iniciar un nuevo día física y psíquicamente descansados o “reparados”.
¿Sería posible que alguien capaz de vivir cada día con plena atención a sí mismo (o sea capaz de mantener siempre “vacío” su inconsciente), no soñara nunca? Yo creo que sí. Otra cosa es que no lleguemos a conocerlo nunca, al menos personalmente. Pero me consta que algún ser muy excepcional lo ha logrado.

Los sueños arquetípicos:
Son muy raros, solo suelen darse en momentos muy puntuales de la vida. Aquí el inconsciente personal cede el espacio al Inconsciente Colectivo que comparte toda la humanidad desde La noche de los Tiempos. Los arquetipos universales son fuerzas y representaciones psíquicas que habitan en el inconsciente humano y que cada cultura ha revestido de una manera propia, ofreciendo su particular galería mitológica. Si el sueño es la mitología del individuo, la mitología es el sueño de la humanidad. Ni el arquetipo ni el mito se inventan, todo lo más alguien lo descubre y lo saca a la luz por medio de un relato o texto fundacional que le da cuerpo y lo articula en una historia; y es el aspecto formal de la misma lo que puede variar de una cultura a otra, pero no así su esencia.
Un anciano sabio, un sacerdote o una sacerdotisa, un austero ermitaño, un rey o una reina sentados en un trono… un ser revestido de autoridad y sabiduría puede dirigirse a nosotros y transmitirnos un mensaje que nos conviene saber o puede sernos de ayuda en una etapa precisa de nuestro terrenal viaje. El problema es que a menudo este tipo de sueños especiales se confunden con los ordinarios y no se les presta la debida atención. O simplemente se olvidan, como tantos y tantos otros.
Independientemente del beneficio personal que esta clase de sueños puede reportarnos, hay un camino que apenas se ha explorado y que puede resultarnos de mucha utilidad según la etapa existencial por la que estemos transitando: la identificación consciente con alguna de esas figuras arquetípicas o mitos en un momento puntual de nuestra vida, revitalizándola en nuestro interior para aprovechar su energía psíquica ante un nuevo reto que se nos presenta. El tema es largo y no quiero redundar en él. Solo expondré, a modo de ejemplo, que si en algún momento precisamos “luchar” arduamente con el fin de lograr un difícil objetivo, podemos revivificar conscientemente la fuerza guerrera de Marte para que predomine sobre las demás. Vendría a ser como utilizar un viento favorable para tomar una determinada dirección que nos interesa por el motivo que fuere. Si esa energía o fuerza permanece latente en nuestra psique, ¿por qué no despertarla, estimularla y servirnos de ella cuando lo precisemos? Tal vez, aunque sea inconscientemente, procedamos así en ciertas situaciones más de lo que nos figuramos.

Los sueños extraordinarios (o trascedentes):
Estos sueños tampoco son nada frecuentes, aunque quizás no sean tan excepcionales como los anteriores. Suelen ser tan intensos, lúcidos y vívidos que las personas que los experimentan difícilmente los olvidará el resto de su vida. Rara vez alguna de dichas personas se atreve a hablar abiertamente de ello, y acaban las más de las veces convirtiéndose en materia reservada, íntima y privada. Es posible que se confundan también con los ordinarios, pese a la clarividencia con que se han vivido, y acaben atribuyéndose a una elucubración más del inconsciente. El temor, la vergüenza y esa falta de confianza en uno mismo de la que antes se hablaba, hace que se silencien y que resulte prácticamente imposible calibrar el grado de incidencia que pudieran tener entre la población. Aunque sospecho que no son tan excepcionales como en un principio pudiera parecer.
Son muy variadas las experiencias sobrenaturales que por medio del sueño alguien puede experimentar, siendo la más frecuente el encuentro con un ser querido fallecido. Se caracterizan porque infunden una gran paz y un extraordinario sentimiento de amor en el soñador, que se encuentra inesperadamente con ese ser amado al que tanto lloró y que tanto sigue echando en falta. También son experiencias muy tranquilizantes porque dan a entender que ese ser querido no desapareció en la nada, que pese a hallarse en otra dimensión continúa en su viaje de otro modo, que se encuentra bien y parece feliz… y que nuestro terror a la muerte carece de fundamento alguno.
Estoy convencido de que más de un lector de este artículo ha tenido alguno de estos encuentros (otra cosa será su consideración personal acerca del mismo). Y quienes no los hayan tenido todavía quizá lleguen a tenerlos algún día. O no. Quién sabe. ¿La razón? Como dije antes, es un Misterio.

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