15 febrero 2015

Ego y apego


Ego sum: yo soy. Si elaboráramos una lista que incluyera todos los adjetivos que consideramos que nos definen como persona, obtendríamos una imagen de lo que sería nuestro yo, o ego. Pero tal imagen no seríamos nosotros sino lo que “creeríamos” que somos, aquello con lo que nos identificamos. Dicha imagen, que siempre actúa como referencia en nuestra mente, la proyectamos a los demás en todo momento. Y cuando nos sentimos ofendidos o agraviados por alguien, en realidad lo que sucede es que sentimos que nuestra imagen ha sido dañada, y ello nos causa dolor, lo que hace que reaccionemos agresivamente ante el supuesto “ataque” a nuestra sagrada e intocable imagen. La mente reactiva del ego se contrapone a la mente contemplativa que lo trasciende. Por tanto podríamos decir que las relaciones que entablamos con los demás son relaciones entre imágenes fijas, no entre personas vivas y cambiantes. Ese es nuestro ego, que hemos ido formando a lo largo del tiempo desde que comenzamos a tener uso de razón, resultando un cúmulo de recuerdos, heridas o traumas, identificaciones, frustraciones, deseos…

Sin embargo también podríamos confeccionar otra lista escribiendo en ella todos los aspectos contrarios que figuran en la primera; y así obtendríamos la imagen de nuestra sombra, de nuestro “yo rechazado”; aquello que no creemos ser pero que también somos de algún modo en mayor o menor medida. Si interiorizáramos y asumiéramos esta realidad psíquica nuestro nivel de conciencia ascendería un eslabón desde el más básico o rudimentario. Sería un paso importante que nos aproximaría algo más al último, y del que tanto nos hablan las antiguas filosofías orientales: la conciencia transpersonal, de la que se ocupa la psicología transpersonal.

Dicho esto, es comprensible entonces que alguien llegue a preguntarse: ¿por qué existe entonces el ego? ¿Se trata quizá de otro gran escollo que la divinidad o la naturaleza nos han impuesto para hacernos la vida aún más difícil? ¿Para qué sirve? ¿Se puede trascender?...

Ante todo conviene aclarar algo fundamental: el ego es necesario y cumple su función. El problema se origina al sobredimensionarlo, cuando alguien se identifica exclusivamente con él. La función del ego es simple aunque muy importante: comunicarnos entre nosotros e interpretar el mundo en el que intentamos operar. Se trata de una función muy útil y práctica para manejarnos por la vida en determinadas situaciones; pero solo en “determinadas” situaciones. En otras muchas, extraordinariamente importantes  (escuchar, observar, meditar, amar, comprender, pasear, permanecer a solas con uno mismo…), no solo es del todo inútil sino de lo más perjudicial para nuestra salud mental y felicidad.

Para ilustrarlo un poco; imaginemos que nos encontramos en medio del mar y en el interior de una barca que navega a la deriva. En ella llevamos algo de agua y comida para sobrevivir unos días, y también –por aquellas cosas extrañas que suceden a veces-  una raqueta de tenis. Si utilizamos la raqueta a modo de remo, no solo no conseguiremos avanzar nada sino que al cabo de poco tiempo quedaremos exhaustos por el esfuerzo. Es mucho mejor no utilizarla; seguiremos sin poder manejar la barca pero al menos ahorraremos energía y resistiremos más tiempo hasta que tal vez alguna embarcación venga en nuestra ayuda o nos encuentre. La raqueta vendría a representar el ego; es imprescindible para jugar un partido de tenis, pero no solo es inútil sino incluso de lo más contraproducente emplearla para remar o llevar a cabo otras muchas actividades. Igual sucede con el ego: en  muchos momentos de nuestra vida no solo no sirve para nada, sino que nos impide vivir plenamente, ahondar en nosotros mismos más allá de nuestro yo, disponer de una serenidad y frescura mental que hará que nuestra vida sea inmensamente más rica y dichosa. Y por otra parte, es imprescindible transcender el ego para poder conectar con nuestra verdadera inteligencia, a la que erróneamente suele confundirse con la capacidad intelectiva. En definitiva, se trata de un asunto de vital transcendencia (nunca mejor dicho); no puede haber nada más importante… a menos que uno se conforme con sobrevivir, resignándose a llevar una existencia empobrecida, conflictiva e infeliz. 

El ego no puede amar. La inmensidad del amor no puede encapsularse en algo tan pequeño y contrario a su naturaleza. El ego, que es producto del pensamiento y de la memoria, no puede ir más allá de sí mismo. Solo entiende de interés propio y apego. Natural, porque está fundamentado en el pensamiento, como se ha dicho. En el apego intervienen tres componentes antagónicos al amor: el temor, la posesividad y la dependencia. Muchas de las relaciones mal llamadas amorosas son relaciones entre egos, como puede observarse por las luchas de dominio que entablan entre ellos. No todas las personas son lo suficientemente capaces u honestas como para aceptar esta triste realidad (engrosando así aún más su sombra, su yo rechazado), y buscarán todo tipo de racionalizaciones para justificar su autoengaño: “Quien no tiene celos no ama”; “No estoy dispuesto a ofrecer a nadie más de lo que me ofrezca a mí”; “Lo primero soy siempre yo”… Todo esto, que muchos suscribirían -pues nunca la sociedad ha sido tan egotista como ahora, por mucho que nos pese admitirlo- no tiene nada que ver con el amor, lo mismo que éste no tiene nada que ver con el afán de dominio, el temor, los celos, la inseguridad o la posesividad. El amor, el verdadero amor, solo puede darse en absoluta libertad, sin exigencias ni reclamos ni coacciones ni manipulaciones de ningún tipo. Pero, ojo, la libertad bien entendida tampoco tiene que ver con hacer lo que a uno le plazca o le venga en gana. La libertad no es libertinaje. La libertad siempre va de la mano de la responsabilidad, en su sentido más amplio y profundo. La libertad es algo de lo que también solemos hablar a menudo, pero en realidad asusta a mucha gente; como así claramente lo expuso, entre otros autores, Erich Fromm en su famoso tratado: El miedo a la libertad.
Pero eso es harina de otro costal, y de la que quizá se trate otro día.


Algunos pensamientos de Erich Fromm: 

El amor infantil sigue el principio: “Amo porque me aman”. El amor maduro obedece al principio: “Me aman porque amo”. El amor inmaduro dice: “Te amo porque lo necesito”. El amor maduro dice: “Te necesito porque te amo”.

Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar.

El peligro del pasado era que los hombres fueran esclavos. Pero el peligro del futuro es que los hombres se conviertan en robots.

El sexo sin amor sólo alivia el abismo que existe entre dos seres humanos de forma momentánea.

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