Pocas veces se ha hablado
tanto de algo para decir tan poco. Lo que resulta lógico por otra parte, pues
estamos hablando de un misterio, como lo es el amor, la muerte o la vida misma.
El escritor, el poeta o el artista en general intentará indagar en él desde su
particular y subjetiva experiencia, y cada uno lo expresará a su modo y manera,
pero no podrá penetrar en la esencia misma del misterio; en cómo se origina tal
proceso, qué lo motiva o estimula, qué y cómo se desarrolla, por qué se
manifiesta de un modo y no de otro… Y no solo eso, sino que a menudo las
afirmaciones o reflexiones de un artista no coinciden, e incluso a veces se
contradicen, con las de otro. Y como no
es mi intención escribir un ensayo sobre un tema tan complejo e inabordable, me
limitaré a hablar sobre cómo yo lo entiendo y lo vivo, lo sufro y lo gozo.
Podríamos definir la
creatividad simplemente como la capacidad de construir algo a partir de
nosotros mismos. Se sabe que para llevar a cabo dicha construcción es necesario
que intervengan dos clases diferentes de pensamiento: el pensamiento creativo
(pese a que el término no me gusta nada, pues la creatividad no tiene nada que
ver con pensamiento alguno) y el pensamiento lógico. El primero “crea”; y el
segundo “desarrolla” lo creado para construirlo bajo el medio o la forma que
sea. Cierto es que hay artistas que abominan del segundo y renuncian a él, al
constructor-arquitecto, por aspirar a expresar un “arte puro”. Están en su
derecho y en el arte todo se admite, pero yo personalmente creo que
desaprovechan una oportunidad de profundizar y mejorar su arte, de
autoexploración y conocimiento personal. Dicho lo cual, y puesto que ya no
queda nada sustancial que añadir a esto, por mucho que a algunos les dé por teorizar
al respecto, paso a referirme a mis respectivas consideraciones personales y
subjetividades.
Dijo Picasso: “Yo no
busco, encuentro”. En tan escueta y sencilla declaración radica para mí el
fundamento de todo verdadero arte. De cuantas novelas he escrito nunca he
buscado el tema ni la historia ni a los personajes. Nunca me he sentado a
escribir frente a la página en blanco, o la luminosa pantalla, pensando sobre
qué asunto literario escribir, por lo que tampoco jamás he escrito,
consiguientemente, bajo criterio comercial alguno. Me consta que no pocos
escritores sí proceden de tal manera, buscando esa obra best-seller que los catapulte a la fama y los convierta en personas
adineradas. Están en su derecho, es lícito y también respetable. Pero para mí
no son auténticos escritores, sino escribidores con habilidad para “vender” un
producto que saben o intuyen que va a interesar a un público mayoritario.
Circunstancia que obviamente no solo se da en la industria del libro (aquí
conviene emplear el término “industria”), sino en la de la música o la del
cine, por poner solo algunos ejemplos.
Nunca sé cuándo, cómo ni
en qué forma aparecerá esa semillita que, siempre involuntariamente, se me
inoculará en algún rincón de la mente. Esa semilla puede presentarse en
cualquier momento con la apariencia de una palabra, una imagen, un olor, un
revivido recuerdo, una reseña, una sensación… Es tan diminuta e insignificante
al principio que ni siquiera uno se da cuenta al respirarla. Pero que no se dé
cuenta no tiene relevancia, porque penetra tan a fondo que acaba asentándose en
el interior del mismo inconsciente. Sí, uno no es consciente de lo que ha
sucedido, como no es consciente del momento de la concepción una mujer que al
cabo de nueve meses será madre. Y qué, el proceso sigue, vive, se desarrolla,
lo sepa o no. Luego, al cabo de un tiempo, cuando la semilla se haya convertido
en algo más grande y definido, tomará conciencia de ello, y entonces tanto el
consciente como el inconsciente operarán juntos, en total sincronía. La
“criatura” llegará en su momento, en el momento propicio, cuando esté totalmente
formada para salir a la “luz”. La madre parirá un hijo, y el escritor parirá su
obra, imaginativa y esencialmente acabada en su interior, vertiéndola sobre el
papel. El hecho de escribir es, pues, según mi particular experiencia, posterior
al hecho de la creación; viene a ser como su materialización, como el
testimonio del proceso creativo ya realizado. Habrá entonces que “construir” la
historia con el material que ya se dispone. Y tal vez aparezca algún elemento
nuevo de última hora que venga a mejorarla o completarla; la improvisación
también ocupa su parcela, si bien esta suele ser más pequeña de lo que algunos
creen.
No se puede hablar, por
tanto, de esfuerzo, al menos en el sentido en que éste suele entenderse. El
esfuerzo va precedido de una voluntad (ya dijo S. Agustín que cuando hablamos
de voluntad, en realidad hablamos de dos voluntades: la voluntad del quiero
frente a la voluntad del no quiero), y aquí, en este proceso, no hay división
alguna sino una “total” implicación del ser tanto a nivel consciente como
inconsciente. Con esto no se pretende decir que el proceso resulte fácil, sino
que debido precisamente a dicha implicación la dualidad fácil/difícil no tiene
cabida. Se trataría, por decirlo de otra forma, de algo mucho más que un esfuerzo.
E incluso la labor de documentación que la escritura de ciertas obras requiere,
a causa de esa total implicación del ser y de la perfecta sincronía entre el
consciente y el inconsciente anteriormente aludidas, se lleva a cabo mediante
una interiorización que se realiza de modo natural, “absorbiendo” la
información y convirtiéndola de ipso facto en conocimiento útil o necesario
para la creación. De igual modo que algunos seres vivos respiran a través de la
piel (ósmosis), podría decirse que toda información se procesa a través de un
extraño fenómeno osmótico, natural.
Repito; no es lo mismo
dedicación que esfuerzo. El esfuerzo físico siempre se da, aunque la actividad
que se desarrolle sea prácticamente sedentaria, pero el psicológico se presenta
solo cuando hay resistencia; de ningún modo cuando no la hay, cuando la mente
se implica de modo extraordinario y sin división alguna en un proyecto de
creación. Por eso digo que se trata de algo mucho más que esfuerzo. Porque con
esfuerzo no se crea nada.
Una anécdota:
Se cuenta que un modesto
escritor norteamericano, hambriento de esa fama que se le resistía, se propuso
escribir una novela de asegurado y fulminante éxito. Redactó una lista de los
temas que más interesaban a la gente de su país. Advirtió que sus conciudadanos
solían mostrar un gran interés por todo lo referente al Presidente de su nación,
y asimismo constató el gran afecto que sentían por los animales en general y
por las mascotas en particular. Y así empezó a escribir su novela, cuyo título
tenía ya muy claro: “Daisy, la perrita del Señor Presidente”.
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