24 febrero 2015
22 febrero 2015
Carta de un padre agnóstico a su hijo
Querido hijo: me pides un justificante que te exima de estudiar la religión, un poco por tener la gloria de proceder de distinta manera que la mayor parte de los condiscípulos, y temo que también un poco por parecer digno hijo de un hombre que no tiene convicciones religiosas. Este justificante, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré jamás.
No es porque desee que
seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún peligro, ni lo hay tampoco
en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. Cuando tengas la
edad suficiente para juzgar, serás completamente libre; pero tengo empeño
decidido en que tu instrucción y tu educación sean completas, y no lo
serían sin un estudio serio de la religión.
Te parecerá extraño este
lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión;
son, hijo mío, declaraciones buenas para arrastrar a algunos, pero que están en
pugna con el más elemental buen sentido. ¿Cómo sería completa tu instrucción
sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales
todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir
una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?
Dejemos a un lado la
política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a los conocimientos
indispensables que debe tener un hombre de cierta posición. Estudias mitología
para comprender historia y la civilización de los griegos de los romanos, ¿y qué
comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de Jesucristo
sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y produjo una nueva
civilización? En el arte, ¿qué serán para ti las obras maestras de la Edad Media
y de los tiempos modernos si no conoces el motivo que las ha inspirado y las
ideas religiosas que ellas contienen? En las letras, ¿puedes dejar de conocer
no sólo a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que
se ocuparon exclusivamente en cuestiones religiosas, sino también a Corneille,
Racine, Hugo, en una palabra a todos estos grandes maestros que debieron al
cristianismo sus más bellas inspiraciones? Si se trata de derecho, de filosofía
o de moral, ¿puedes ignorar la expresión más clara del Derecho Natural, la
filosofía más extendida, la moral más sabia y más universal? -éste es el
pensamiento de Jean Jaques Rousseau-.
Hasta en las ciencias
naturales y matemáticas encontrarás la religión: Pascal y Newton eran
cristianos fervientes; Ampere era piadoso; Pasteur probaba la existencia de
Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón; Flammarion se
entrega a fantasías teológicas…
¿Querrás tú condenarte a
saltar páginas en todas tus lecturas y en todos tus estudios? Hay que
confesarlo: la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones
de la inteligencia humana; es la base de la civilización y es ponerse fuera del
mundo intelectual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer
conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en nuestros días tantas
inteligencias preclaras. Ya que hablo de educación: ¿para ser un joven bien
educado es preciso conocer y practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo
siguiente: nada hay que reprochar a los que las practican fielmente, y con
mucha frecuencia hay que llorar por los que no las toman en cuenta. No
fijándome sino en la cortesía, en el simple "savoir vivre", hay que
convenir en la necesidad de conocer las convicciones y los sentimientos de las
personas religiosas. Si no estamos obligados a imitarlas, debemos, por lo
menos, comprenderlas para poder guardarles el respeto, las consideraciones y la
tolerancia que les son debidas. Nadie será jamás delicado, fino, ni siquiera
presentable sin nociones religiosas.
Querido hijo, convéncete
de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la
religión; pero todo el mundo desea conocerla. En cuanto a la libertad de
conciencia y otras cosas análogas, eso es vana palabrería que rechazan de
ordinario los hechos y el sentido común. Muchos anti-católicos conocen por lo
menos medianamente la religión; otros han recibido educación religiosa; su
conducta prueba que han conservado toda su libertad.
Además, no es preciso ser
un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres de no ser
cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la
ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es muy clara: la libertad exige
la facultad de poder obrar en sentido contrario. Te sorprenderá esta carta,
pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad a su hijo. Ningún
compromiso podría excusarme de esa obligación
Recibe, querido hijo, el
abrazo de
Tu padre
15 febrero 2015
Ego y apego
Ego
sum:
yo soy. Si elaboráramos una lista que incluyera todos los adjetivos que
consideramos que nos definen como persona, obtendríamos una imagen de lo que
sería nuestro yo, o ego. Pero tal imagen no seríamos nosotros sino lo que
“creeríamos” que somos, aquello con lo que nos identificamos. Dicha imagen, que
siempre actúa como referencia en nuestra mente, la proyectamos a los demás en
todo momento. Y cuando nos sentimos ofendidos o agraviados por alguien, en
realidad lo que sucede es que sentimos que nuestra imagen ha sido dañada, y
ello nos causa dolor, lo que hace que reaccionemos agresivamente ante el
supuesto “ataque” a nuestra sagrada e intocable imagen. La mente reactiva del ego se contrapone a la
mente contemplativa que lo
trasciende. Por tanto podríamos decir que las relaciones que entablamos con los
demás son relaciones entre imágenes fijas, no entre personas vivas y
cambiantes. Ese es nuestro ego, que hemos ido formando a lo largo del tiempo
desde que comenzamos a tener uso de razón, resultando un cúmulo de recuerdos,
heridas o traumas, identificaciones, frustraciones, deseos…
Sin embargo también
podríamos confeccionar otra lista escribiendo en ella todos los aspectos
contrarios que figuran en la primera; y así obtendríamos la imagen de nuestra sombra, de nuestro “yo rechazado”; aquello
que no creemos ser pero que también somos de algún modo en mayor o menor
medida. Si interiorizáramos y asumiéramos esta realidad psíquica nuestro nivel
de conciencia ascendería un eslabón desde el más básico o rudimentario. Sería
un paso importante que nos aproximaría algo más al último, y del que tanto nos
hablan las antiguas filosofías orientales: la
conciencia transpersonal, de la que se ocupa la psicología transpersonal.
Dicho esto, es
comprensible entonces que alguien llegue a preguntarse: ¿por qué existe
entonces el ego? ¿Se trata quizá de otro gran escollo que la divinidad o la
naturaleza nos han impuesto para hacernos la vida aún más difícil? ¿Para qué
sirve? ¿Se puede trascender?...
Ante todo conviene
aclarar algo fundamental: el ego es necesario y cumple su función. El problema
se origina al sobredimensionarlo, cuando alguien se identifica exclusivamente
con él. La función del ego es simple aunque muy importante: comunicarnos entre nosotros e interpretar
el mundo en el que intentamos operar. Se trata de una función muy útil y
práctica para manejarnos por la vida en determinadas situaciones; pero solo en
“determinadas” situaciones. En otras muchas, extraordinariamente importantes (escuchar, observar, meditar, amar,
comprender, pasear, permanecer a solas con uno mismo…), no solo es del todo
inútil sino de lo más perjudicial para nuestra salud mental y felicidad.
Para ilustrarlo un poco;
imaginemos que nos encontramos en medio del mar y en el interior de una barca
que navega a la deriva. En ella llevamos algo de agua y comida para sobrevivir
unos días, y también –por aquellas cosas extrañas que suceden a veces- una raqueta de tenis. Si utilizamos la raqueta
a modo de remo, no solo no conseguiremos avanzar nada sino que al cabo de poco
tiempo quedaremos exhaustos por el esfuerzo. Es mucho mejor no utilizarla;
seguiremos sin poder manejar la barca pero al menos ahorraremos energía y
resistiremos más tiempo hasta que tal vez alguna embarcación venga en nuestra
ayuda o nos encuentre. La raqueta vendría a representar el ego; es imprescindible
para jugar un partido de tenis, pero no solo es inútil sino incluso de lo más
contraproducente emplearla para remar o llevar a cabo otras muchas actividades.
Igual sucede con el ego: en muchos
momentos de nuestra vida no solo no sirve para nada, sino que nos impide vivir
plenamente, ahondar en nosotros mismos más allá de nuestro yo, disponer de una
serenidad y frescura mental que hará que nuestra vida sea inmensamente más rica
y dichosa. Y por otra parte, es imprescindible transcender el ego para poder
conectar con nuestra verdadera inteligencia, a la que erróneamente suele
confundirse con la capacidad intelectiva. En definitiva, se trata de un asunto
de vital transcendencia (nunca mejor dicho); no puede haber nada más
importante… a menos que uno se conforme con sobrevivir, resignándose a llevar
una existencia empobrecida, conflictiva e infeliz.
El ego no puede amar. La inmensidad del amor no puede encapsularse en algo tan pequeño y contrario a su naturaleza. El ego, que es producto del pensamiento y de la memoria, no puede ir más allá de sí mismo. Solo entiende de interés propio y apego. Natural, porque está fundamentado en el pensamiento, como se ha dicho. En el apego intervienen tres componentes antagónicos al amor: el temor, la posesividad y la dependencia. Muchas de las relaciones mal llamadas amorosas son relaciones entre egos, como puede observarse por las luchas de dominio que entablan entre ellos. No todas las personas son lo suficientemente capaces u honestas como para aceptar esta triste realidad (engrosando así aún más su sombra, su yo rechazado), y buscarán todo tipo de racionalizaciones para justificar su autoengaño: “Quien no tiene celos no ama”; “No estoy dispuesto a ofrecer a nadie más de lo que me ofrezca a mí”; “Lo primero soy siempre yo”… Todo esto, que muchos suscribirían -pues nunca la sociedad ha sido tan egotista como ahora, por mucho que nos pese admitirlo- no tiene nada que ver con el amor, lo mismo que éste no tiene nada que ver con el afán de dominio, el temor, los celos, la inseguridad o la posesividad. El amor, el verdadero amor, solo puede darse en absoluta libertad, sin exigencias ni reclamos ni coacciones ni manipulaciones de ningún tipo. Pero, ojo, la libertad bien entendida tampoco tiene que ver con hacer lo que a uno le plazca o le venga en gana. La libertad no es libertinaje. La libertad siempre va de la mano de la responsabilidad, en su sentido más amplio y profundo. La libertad es algo de lo que también solemos hablar a menudo, pero en realidad asusta a mucha gente; como así claramente lo expuso, entre otros autores, Erich Fromm en su famoso tratado: El miedo a la libertad.
Pero eso es harina de otro costal, y de la que quizá se trate otro día.
El ego no puede amar. La inmensidad del amor no puede encapsularse en algo tan pequeño y contrario a su naturaleza. El ego, que es producto del pensamiento y de la memoria, no puede ir más allá de sí mismo. Solo entiende de interés propio y apego. Natural, porque está fundamentado en el pensamiento, como se ha dicho. En el apego intervienen tres componentes antagónicos al amor: el temor, la posesividad y la dependencia. Muchas de las relaciones mal llamadas amorosas son relaciones entre egos, como puede observarse por las luchas de dominio que entablan entre ellos. No todas las personas son lo suficientemente capaces u honestas como para aceptar esta triste realidad (engrosando así aún más su sombra, su yo rechazado), y buscarán todo tipo de racionalizaciones para justificar su autoengaño: “Quien no tiene celos no ama”; “No estoy dispuesto a ofrecer a nadie más de lo que me ofrezca a mí”; “Lo primero soy siempre yo”… Todo esto, que muchos suscribirían -pues nunca la sociedad ha sido tan egotista como ahora, por mucho que nos pese admitirlo- no tiene nada que ver con el amor, lo mismo que éste no tiene nada que ver con el afán de dominio, el temor, los celos, la inseguridad o la posesividad. El amor, el verdadero amor, solo puede darse en absoluta libertad, sin exigencias ni reclamos ni coacciones ni manipulaciones de ningún tipo. Pero, ojo, la libertad bien entendida tampoco tiene que ver con hacer lo que a uno le plazca o le venga en gana. La libertad no es libertinaje. La libertad siempre va de la mano de la responsabilidad, en su sentido más amplio y profundo. La libertad es algo de lo que también solemos hablar a menudo, pero en realidad asusta a mucha gente; como así claramente lo expuso, entre otros autores, Erich Fromm en su famoso tratado: El miedo a la libertad.
Pero eso es harina de otro costal, y de la que quizá se trate otro día.
Algunos pensamientos de
Erich Fromm:
El amor infantil sigue el principio: “Amo porque me aman”. El amor maduro obedece al principio: “Me aman porque amo”. El amor inmaduro dice: “Te amo porque lo necesito”. El amor maduro dice: “Te necesito porque te amo”.
Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar.
El peligro del pasado era que los hombres fueran esclavos. Pero el peligro del futuro es que los hombres se conviertan en robots.
El sexo sin amor sólo alivia el abismo que existe entre dos seres humanos de forma momentánea.
El amor infantil sigue el principio: “Amo porque me aman”. El amor maduro obedece al principio: “Me aman porque amo”. El amor inmaduro dice: “Te amo porque lo necesito”. El amor maduro dice: “Te necesito porque te amo”.
Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar.
El peligro del pasado era que los hombres fueran esclavos. Pero el peligro del futuro es que los hombres se conviertan en robots.
El sexo sin amor sólo alivia el abismo que existe entre dos seres humanos de forma momentánea.
08 febrero 2015
Los sueños
La Muerte y el Sueño
Son tierras del
mismo Reino
Según la mitología griega
Hipnos (dios del sueño) y Tanatos (dios de la muerte) eran
hermanos gemelos. No solo la antigua cultura helena supo ver con claridad ese
territorio común que compartían ambas dimensiones humanas; también todas las
demás, por lejanas y exóticas que fueran, reconocieron de algún modo tal
parentesco. Consideraban que a través del sueño se podía acceder al mundo de
los muertos; tener encuentros con familiares fallecidos, hablar con los
ancestros, consultar a los dioses (o arquetipos del Inconsciente Colectivo,
presentes en la psique humana independientemente de la particular cultura en
que se vive). Y no solo eso. También creían que por medio de la interpretación
onírica podían obtener respuestas y soluciones a sus conflictos o problemas
personales al poder acceder a una realidad superior atemporal poseedora del
conocimiento absoluto, de la sabiduría divina. Hay innumerables textos que así
lo atestiguan; siendo tal vez el más conocido en nuestra cultura occidental el
extracto bíblico referido al profeta Daniel
(libro de Daniel), de quien se dice que más que un profeta fue un visionario e
intérprete de sueños; la hoy tan popular figura del gigante con pies de barro
proviene de un sueño que el rey babilonio Nabucodonosor
tuvo y que Daniel supo
interpretar acertadamente, salvando así su vida.
Durante milenios esto fue
así. La vida era un misterio pero mediante ciertas prácticas y conocimientos podía
ser parcialmente revelado a personas con dones o descendientes de castas
avezadas al mundo de lo sobrenatural. Toda esta concepción misteriosa y mágica
de la vida se vino abajo fulminantemente con el racionalismo del siglo XVIII,
con la llamada Ilustración. No había
misterio alguno, todo tenía una explicación racional o científica, y si algo se
desconocía aún era debido a la ignorancia del momento, pero todo con el tiempo
llegaría a ser entendido y descubierto con la sola “luz de la razón”. Creo que
aún estamos sufriendo la resaca de aquella generalizada borrachera; la cual
quizás fue necesaria para despojar a la mente de tanta superchería,
superstición y oscurantismo en la que se hallaba atrapada. Pero el trabajo de
barrido fue tan radical que acabó por confundir el mismo suelo con un escombro
más que había que arrojar al vertedero. Hoy afortunadamente hay como un intento
de reequilibrio; valoramos y nos servimos de la ciencia pero cada vez tenemos
más claro que ella jamás encontrará respuestas a ciertos interrogantes que por
su propia naturaleza escapan al campo de la razón y la ciencia. La ciencia nos
puede explicar el cómo, pero nos defraudará siempre si
nuestro interés se centra en el porqué.
La ciencia, aunque no pocos aún continúen venerándola, ha bajado de su pedestal
divino. Es buena, útil e incluso necesaria… pero no es ninguna diosa capaz de
iluminar todo el misterio de la vida y la humanidad. Claro que para que
llegáramos de la borrachera de la Ilustración hasta este punto han tenido que
suceder algunos destacables episodios: Freud
y su descubrimiento del inconsciente (“el ego es un títere del inconsciente”), Jung y sus arquetipos universales,
siempre latentes en el Inconsciente Colectivo (¿los antiguos dioses?); Einstein y su teoría de la relatividad
del espacio-tiempo… y de especial manera la irrupción de la nueva física cuántica, cuyos fundamentos
entroncan con antiquísimas filosofías orientales transpersonales. A pocos avergüenza ya hablar sin reparo sobre
lo que sigue siendo –nunca dejó de serlo- el Misterio: lo inescrutable, lo
impenetrable, lo inefable; ya sea la muerte, el amor, la vida misma toda, lo
sobrenatural, el origen de la creación (el milisegundo antes del Big Bang), el
sentido y el fin de la existencia humana… y cómo no, cierta clase de sueños tan
íntimamente reveladores que nos pueden sacudir hasta el punto en que a menudo
alteran nuestra percepción de la realidad. Queda todavía sobre esto último
algún reparo, pues si algo nos ha enseñado esta cultura moderna que nos ha ido
moldeando desde niños ha sido a desconfiar de nosotros mismos; lo subjetivo es
siempre un engaño, y la verdad (así nos lo han hecho creer) la sigue teniendo
la mente condicionada, descreída y arrogante del escéptico cientificista, que
no científico. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro?, tal vez alguien se
pregunte. Para expresarlo de un modo simple: el cientificista nunca suscribiría
las siguientes palabras expresadas por el científico más relevante del siglo
XX:
“La
mente racional es un sirviente fiel, pero la mente intuitiva constituye un don
sagrado. La paradoja de la humanidad consiste en habernos decantado por rendir
culto al sirviente y deshonrar a la Divinidad”. – Albert Einstein –
Es hora de atreverse a
hablar sobre lo que uno cree, con independencia de si lo que cree es compartido
por una minoría o una mayoría; e incluso si es rechazado de plano por una
amplia mayoría. Es hora de volver a recuperar la confianza perdida en uno
mismo. Nadie puede ver por nosotros, ni sentir por nosotros, ni descubrir (la
verdad) por nosotros. Habrá, claro está, siempre alguien dispuesto a ayudarnos
a mirar y descubrir aquello que finalmente solo podemos ver y descubrir por
nosotros mismos. Pero el descubrimiento y la revelación son experiencias
personales e intransferibles. Así es. Así debe ser.
Por consiguiente, lo que
sigue a continuación es una exposición absolutamente personal sobre lo que
considero que son los sueños; no en el sentido poético o metafórico con que a
ellos solemos referirnos (como sinónimos de nuestros más elevados deseos e
ilusiones), sino en su sentido más estricto y real. Se trata del resultado de
una exploración e indagación personales sobre una realidad, por onírica que
sea, que viene a ocupar buena parte de nuestra vida, y de la que nos atrevemos
a hablar tan poco.
Según mi consideración, y
a riesgo de simplificar demasiado, existen básicamente 3 clases de sueños bien
diferenciados unos de otros: los
ordinarios, los arquetípicos y los extraordinarios (o trascendentes).
Los
sueños ordinarios: son los más abundantes. La inmensa
mayoría de nuestros sueños pertenecen a esta categoría. No hay ningún misterio
en ellos, a menos que consideremos la misma facultad de soñar como tal. Cada
día nuestro inconsciente se puebla de un sinfín de material emocional debido a
la inatención con que vivimos y nos relacionamos, y este acaba manifestándose a
través del sueño; el reino del inconsciente. Emociones reprimidas o inhibidas,
sentimientos autocensurados, deseos ocultos, incapacidad de observar una
emoción que nuestro superyó no admite o condena… Es muy amplia la gama y la
procedencia de nuestro material inconsciente. En consecuencia, el sueño es una
actividad psíquica necesaria para que la mente pueda regularse y reequilibrarse
emocionalmente, y así poder iniciar un nuevo día física y psíquicamente
descansados o “reparados”.
¿Sería posible que
alguien capaz de vivir cada día con plena atención a sí mismo (o sea capaz de
mantener siempre “vacío” su inconsciente), no soñara nunca? Yo creo que sí.
Otra cosa es que no lleguemos a conocerlo nunca, al menos personalmente. Pero
me consta que algún ser muy excepcional lo ha logrado.
Los
sueños arquetípicos:
Son muy raros, solo
suelen darse en momentos muy puntuales de la vida. Aquí el inconsciente
personal cede el espacio al Inconsciente Colectivo que comparte toda la
humanidad desde La noche de los Tiempos. Los arquetipos universales son fuerzas
y representaciones psíquicas que habitan en el inconsciente humano y que cada
cultura ha revestido de una manera propia, ofreciendo su particular galería
mitológica. Si el sueño es la mitología del individuo, la mitología es el sueño
de la humanidad. Ni el arquetipo ni el mito se inventan, todo lo más alguien lo
descubre y lo saca a la luz por medio de un relato o texto fundacional que le
da cuerpo y lo articula en una historia; y es el aspecto formal de la misma lo
que puede variar de una cultura a otra, pero no así su esencia.
Un anciano sabio, un
sacerdote o una sacerdotisa, un austero ermitaño, un rey o una reina sentados
en un trono… un ser revestido de autoridad y sabiduría puede dirigirse a
nosotros y transmitirnos un mensaje que nos conviene saber o puede sernos de
ayuda en una etapa precisa de nuestro terrenal viaje. El problema es que a
menudo este tipo de sueños especiales se confunden con los ordinarios y no se
les presta la debida atención. O simplemente se olvidan, como tantos y tantos
otros.
Independientemente del
beneficio personal que esta clase de sueños puede reportarnos, hay un camino
que apenas se ha explorado y que puede resultarnos de mucha utilidad según la
etapa existencial por la que estemos transitando: la identificación consciente
con alguna de esas figuras arquetípicas o mitos en un momento puntual de
nuestra vida, revitalizándola en nuestro interior para aprovechar su energía
psíquica ante un nuevo reto que se nos presenta. El tema es largo y no quiero
redundar en él. Solo expondré, a modo de ejemplo, que si en algún momento
precisamos “luchar” arduamente con el fin de lograr un difícil objetivo, podemos
revivificar conscientemente la fuerza guerrera de Marte para que predomine
sobre las demás. Vendría a ser como utilizar un viento favorable para tomar una
determinada dirección que nos interesa por el motivo que fuere. Si esa energía
o fuerza permanece latente en nuestra psique, ¿por qué no despertarla,
estimularla y servirnos de ella cuando lo precisemos? Tal vez, aunque sea
inconscientemente, procedamos así en ciertas situaciones más de lo que nos
figuramos.
Los
sueños extraordinarios (o trascedentes):
Estos sueños tampoco son
nada frecuentes, aunque quizás no sean tan excepcionales como los anteriores.
Suelen ser tan intensos, lúcidos y vívidos que las personas que los experimentan
difícilmente los olvidará el resto de su vida. Rara vez alguna de dichas
personas se atreve a hablar abiertamente de ello, y acaban las más de las veces
convirtiéndose en materia reservada, íntima y privada. Es posible que se
confundan también con los ordinarios, pese a la clarividencia con que se han
vivido, y acaben atribuyéndose a una elucubración más del inconsciente. El
temor, la vergüenza y esa falta de confianza en uno mismo de la que antes se
hablaba, hace que se silencien y que resulte prácticamente imposible calibrar
el grado de incidencia que pudieran tener entre la población. Aunque sospecho
que no son tan excepcionales como en un principio pudiera parecer.
Son muy variadas las
experiencias sobrenaturales que por medio del sueño alguien puede experimentar,
siendo la más frecuente el encuentro con un ser querido fallecido. Se caracterizan
porque infunden una gran paz y un extraordinario sentimiento de amor en el
soñador, que se encuentra inesperadamente con ese ser amado al que tanto lloró
y que tanto sigue echando en falta. También son experiencias muy
tranquilizantes porque dan a entender que ese ser querido no desapareció en la
nada, que pese a hallarse en otra dimensión continúa en su viaje de otro modo,
que se encuentra bien y parece feliz… y que nuestro terror a la muerte carece
de fundamento alguno.
Estoy convencido de que
más de un lector de este artículo ha tenido alguno de estos encuentros (otra
cosa será su consideración personal acerca del mismo). Y quienes no los hayan
tenido todavía quizá lleguen a tenerlos algún día. O no. Quién sabe. ¿La razón?
Como dije antes, es un Misterio.
01 febrero 2015
El proceso creativo
Pocas veces se ha hablado
tanto de algo para decir tan poco. Lo que resulta lógico por otra parte, pues
estamos hablando de un misterio, como lo es el amor, la muerte o la vida misma.
El escritor, el poeta o el artista en general intentará indagar en él desde su
particular y subjetiva experiencia, y cada uno lo expresará a su modo y manera,
pero no podrá penetrar en la esencia misma del misterio; en cómo se origina tal
proceso, qué lo motiva o estimula, qué y cómo se desarrolla, por qué se
manifiesta de un modo y no de otro… Y no solo eso, sino que a menudo las
afirmaciones o reflexiones de un artista no coinciden, e incluso a veces se
contradicen, con las de otro. Y como no
es mi intención escribir un ensayo sobre un tema tan complejo e inabordable, me
limitaré a hablar sobre cómo yo lo entiendo y lo vivo, lo sufro y lo gozo.
Podríamos definir la
creatividad simplemente como la capacidad de construir algo a partir de
nosotros mismos. Se sabe que para llevar a cabo dicha construcción es necesario
que intervengan dos clases diferentes de pensamiento: el pensamiento creativo
(pese a que el término no me gusta nada, pues la creatividad no tiene nada que
ver con pensamiento alguno) y el pensamiento lógico. El primero “crea”; y el
segundo “desarrolla” lo creado para construirlo bajo el medio o la forma que
sea. Cierto es que hay artistas que abominan del segundo y renuncian a él, al
constructor-arquitecto, por aspirar a expresar un “arte puro”. Están en su
derecho y en el arte todo se admite, pero yo personalmente creo que
desaprovechan una oportunidad de profundizar y mejorar su arte, de
autoexploración y conocimiento personal. Dicho lo cual, y puesto que ya no
queda nada sustancial que añadir a esto, por mucho que a algunos les dé por teorizar
al respecto, paso a referirme a mis respectivas consideraciones personales y
subjetividades.
Dijo Picasso: “Yo no
busco, encuentro”. En tan escueta y sencilla declaración radica para mí el
fundamento de todo verdadero arte. De cuantas novelas he escrito nunca he
buscado el tema ni la historia ni a los personajes. Nunca me he sentado a
escribir frente a la página en blanco, o la luminosa pantalla, pensando sobre
qué asunto literario escribir, por lo que tampoco jamás he escrito,
consiguientemente, bajo criterio comercial alguno. Me consta que no pocos
escritores sí proceden de tal manera, buscando esa obra best-seller que los catapulte a la fama y los convierta en personas
adineradas. Están en su derecho, es lícito y también respetable. Pero para mí
no son auténticos escritores, sino escribidores con habilidad para “vender” un
producto que saben o intuyen que va a interesar a un público mayoritario.
Circunstancia que obviamente no solo se da en la industria del libro (aquí
conviene emplear el término “industria”), sino en la de la música o la del
cine, por poner solo algunos ejemplos.
Nunca sé cuándo, cómo ni
en qué forma aparecerá esa semillita que, siempre involuntariamente, se me
inoculará en algún rincón de la mente. Esa semilla puede presentarse en
cualquier momento con la apariencia de una palabra, una imagen, un olor, un
revivido recuerdo, una reseña, una sensación… Es tan diminuta e insignificante
al principio que ni siquiera uno se da cuenta al respirarla. Pero que no se dé
cuenta no tiene relevancia, porque penetra tan a fondo que acaba asentándose en
el interior del mismo inconsciente. Sí, uno no es consciente de lo que ha
sucedido, como no es consciente del momento de la concepción una mujer que al
cabo de nueve meses será madre. Y qué, el proceso sigue, vive, se desarrolla,
lo sepa o no. Luego, al cabo de un tiempo, cuando la semilla se haya convertido
en algo más grande y definido, tomará conciencia de ello, y entonces tanto el
consciente como el inconsciente operarán juntos, en total sincronía. La
“criatura” llegará en su momento, en el momento propicio, cuando esté totalmente
formada para salir a la “luz”. La madre parirá un hijo, y el escritor parirá su
obra, imaginativa y esencialmente acabada en su interior, vertiéndola sobre el
papel. El hecho de escribir es, pues, según mi particular experiencia, posterior
al hecho de la creación; viene a ser como su materialización, como el
testimonio del proceso creativo ya realizado. Habrá entonces que “construir” la
historia con el material que ya se dispone. Y tal vez aparezca algún elemento
nuevo de última hora que venga a mejorarla o completarla; la improvisación
también ocupa su parcela, si bien esta suele ser más pequeña de lo que algunos
creen.
No se puede hablar, por
tanto, de esfuerzo, al menos en el sentido en que éste suele entenderse. El
esfuerzo va precedido de una voluntad (ya dijo S. Agustín que cuando hablamos
de voluntad, en realidad hablamos de dos voluntades: la voluntad del quiero
frente a la voluntad del no quiero), y aquí, en este proceso, no hay división
alguna sino una “total” implicación del ser tanto a nivel consciente como
inconsciente. Con esto no se pretende decir que el proceso resulte fácil, sino
que debido precisamente a dicha implicación la dualidad fácil/difícil no tiene
cabida. Se trataría, por decirlo de otra forma, de algo mucho más que un esfuerzo.
E incluso la labor de documentación que la escritura de ciertas obras requiere,
a causa de esa total implicación del ser y de la perfecta sincronía entre el
consciente y el inconsciente anteriormente aludidas, se lleva a cabo mediante
una interiorización que se realiza de modo natural, “absorbiendo” la
información y convirtiéndola de ipso facto en conocimiento útil o necesario
para la creación. De igual modo que algunos seres vivos respiran a través de la
piel (ósmosis), podría decirse que toda información se procesa a través de un
extraño fenómeno osmótico, natural.
Repito; no es lo mismo
dedicación que esfuerzo. El esfuerzo físico siempre se da, aunque la actividad
que se desarrolle sea prácticamente sedentaria, pero el psicológico se presenta
solo cuando hay resistencia; de ningún modo cuando no la hay, cuando la mente
se implica de modo extraordinario y sin división alguna en un proyecto de
creación. Por eso digo que se trata de algo mucho más que esfuerzo. Porque con
esfuerzo no se crea nada.
Una anécdota:
Se cuenta que un modesto
escritor norteamericano, hambriento de esa fama que se le resistía, se propuso
escribir una novela de asegurado y fulminante éxito. Redactó una lista de los
temas que más interesaban a la gente de su país. Advirtió que sus conciudadanos
solían mostrar un gran interés por todo lo referente al Presidente de su nación,
y asimismo constató el gran afecto que sentían por los animales en general y
por las mascotas en particular. Y así empezó a escribir su novela, cuyo título
tenía ya muy claro: “Daisy, la perrita del Señor Presidente”.