12 abril 2015

El cerezo del jardín



¿Sabes? Esta tarde he vuelto a sentarme bajo el cerezo del jardín. Lo he hecho con la imaginación, claro; en esta tarde de lluvia lánguida que más bien parece llorar de nostalgia. ¡Pues el cerezo hace tanto que murió! Como el jardín. Como tú. Como yo tengo la impresión de morir esta tarde de lluvia lánguida.

¿Recuerdas?... Aquellas mañanas de verano en que me dabas el desayuno a su sombra estaban preñadas de una luz tan blanca, tan pura, que tenía la sensación de que no podían apagarse nunca. Entonces creía en la eternidad. Me he preguntado por qué he pensado en ese árbol antes que en ti, o que en los abuelos, o que en las tías, o que en Blanca… Pero creo entenderlo. Tú y todos los demás, y todo lo demás, los calurosos días y las estrelladas noches y cuanto bajo ellos existía en mi vida de niño, sois las cerezas; preciosísimas y jugosas cerezas rojas que creí que no irían jamás a desprenderse del árbol, que iban a estar allí para siempre. Conmigo. Y el cerezo es la etapa de aquella infancia mía que suponía eterna. Sí, eso he pensado.

Sé ahora que desciendo de aquel cerezo, de ese niño que fui y que nunca pensaba la vida porque sabía vivir, y que creía en la eternidad. Y de algún modo sigo creyendo en ella, si no ¿por qué te iba a escribir? Es curioso que los recuerdos más imperecederos y recurrentes, aquellos que más nítidamente sobresalen de los demás, no son los de especial alegría sino, extrañamente, aquellos momentos de serena felicidad, esos instantes recubiertos de una pátina de placentera languidez… como esta tarde de lluvia. ¿Y sabes lo que más recuerdo también de aquellos veranos en la casa de los abuelos? No los días de celebración, no las tardes en que gamberreaba con los demás niños del pueblo, ni nada por el estilo. Lo que más recuerdo, lo que más persiste en mi memoria de un modo hiriente, es la imagen de un niño deambulando solo por aquellas calles polvorientas y silenciosas; un niño medio perdido, medio aburrido, solitario, sin saber qué hacer ni a dónde ir en una eterna tarde de verano. Sigo siendo aquel niño, en el fondo nunca he dejado de serlo. Mi vida ha sido un continuo deambular, siempre me he sentido como un solitario perdido. Ese niño me hizo; él es mi padre, mi verdadero padre, y no ese desconocido que un día nos abandonó y al que nunca siquiera eché en falta. Porque te tenía a ti y tú lo eras todo. Hasta que te fuiste. Y de tenerlo todo pasé a no tener nada.

Tal vez te sorprenda esta confesión. Nunca hablo contigo. Desde que te fuiste lo único que hago cada día antes de irme a dormir es darte las buenas noches y acariciar el marco de tu retrato que hay en la cómoda del recibidor. Lo sé, he convertido este gesto en un ritual, en una rutina… si bien no desprovista de sentimiento, de ese amor que te tengo y que te tendré hasta el fin. Pero solo eso. Nunca hablo contigo, y esta tarde de lluvia he querido hacerlo. He querido mostrarte la imagen de ese otro retrato que llevo incrustado en la mente, inextirpable, de aquel niño del que desciendo, de tu hijo amado que tanto te amaba, te ama y te amará hasta que deje de ser. El niño dice que hasta la eternidad, porque cree en ella. Y yo solo puedo creerle porque es más sabio que yo, pues las heridas de la vida me dejaron roto mientras que él permanece entero caminando solo por las polvorientas y desérticas calles del pueblo. Porque él siempre supo que era soledad, mientras que yo me he pasado la vida intentando combatirla, o huyendo de ella, para al final tener que darle la razón, aceptando y asumiendo que yo también lo soy. Y que solo siendo soledad puedo amar realmente a otra soledad. Qué mal alumno de la vida he sido, mamá,… cuando hasta tu nombre mismo era (es) Soledad.

Esta noche volveré a decirte que te quiero.

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