En el cajón de la mesita de noche guardo celosamente un viejo
libro de texto que me vi obligado a estudiar en mis tiempos de bachiller. Su
título es “Literatura española contemporánea”, y el dibujo de la cubierta
representa a un grupo de tertulianos reunidos en torno a la mesa de un café; de
algún emblemático café de aquellos donde se guisó la ilustre Generación del 98.
Por aquel entonces este libro no tenía para mí mayor aprecio
que cualquier otro, es decir, suponía un tostón más, un conglomerado ingente de
nombres, conceptos y fechas que debía calzarme a fuerza de repetición en algún
lugar de la memoria, por medio del uso de una técnica similar a la que
pudiéramos aplicar en una cacatúa con el fin de que logre articular algunas frases.
No sé por qué extraña razón este libro ha ido persiguiéndome
durante varios años, apareciendo y desapareciendo esporádica y subrepticiamente
ante mis ojos. Sí, cosa extraña, pues cuando finalicé el curso y pude librarme
de él, no le deseé mejor suerte que a los otros. Hasta que un día, ya madurito,
volví a tropezarme con él “casualmente” y… de pronto lo miré con nuevos ojos;
de ese inextricable modo con el que a veces nos hacemos capaces de descubrir
las cosas y a las personas que creemos conocer, rompiendo con la imagen
esculpida en nuestra mente por un pasado burdo y miope.
El caso es que hoy está conmigo, muy cerca, siempre a mano,
con gran cuidado por mi parte para que no se le ocurra volver a jugar al
escondite. ¿Pero qué tiene ese libro de especial?, se me preguntará. ¿Será
simple nostalgia de un tiempo que, por pretérito, nos parece mejor?...
En primer lugar conviene remarcar que se trata de un libro de
texto escolar, y como tal, muy sintetizado, como un esbozo algo coloreado pero
sin matices. Pero esta circunstancia no lo desmerece de ningún modo, más bien
al contrario. Porque como uno de sus coautores fue el insigne F. Lázaro
Carreter (quien durante varios años fue Director de la Real Academia), se
consigue aquí validar una vez más la popular sentencia de Baltasar Gracián: “Lo
breve, si bueno, dos veces bueno”. Además, las sucintas biografías de los
autores más relevantes del siglo pasado, el retrato o la fotografía de cada uno
de ellos, la enumeración de sus obras poniendo especial atención a las
consideradas más sobresalientes, su significación histórica… todo ello ayuda a
ofrecernos una rica visión panorámica y global del espíritu creador español más
universal, haciéndonos partícipes de sus fatigas, búsquedas, anhelos y
desfallecimientos. El efecto, en líneas generales, es tan entrañable como
demoledor.
Con un estilo sencillo, claro, sobrio, pero también rico y
culto, el texto empieza describiendo el desalentador y sombrío marco histórico
español sobre el que brota el Romanticismo.
Con esto del Romanticismo ocurrió como con tantos otros
productos españoles. Los extranjeros venían, compraban, se llevaban la
mercancía a sus respectivos países, la envasaban y volvían para venderla. Así,
un gran número de artistas europeos visitaron España con el fin de inspirarse
en su literatura, en su historia y en su cultura, a las que consideraban
enteramente románticas. Esta circunstancia coincidió, en la política española,
con el cierre de un breve paréntesis liberal y la reimplantación del
absolutismo fernandino, por lo que varios escritores se vieron obligados a
exiliarse. Marchan de España imbuidos de espíritu neoclásico, pero toman
contacto en Europa con las ideas románticas en su versión ya tradicionalista o
revolucionaria. Y regresan en 1833 con la maleta llena de conservas.
El primer autor que aparece en el libro es José de
Espronceda; “Nació el 25 de marzo de 1808 en Pajares de la Vega, cerca de
Almendralejo (Badajoz) […] Lleva una disipada, llena de aventuras y lances…”.
¿Qué habría sido de Espronceda sin el Romanticismo? Uno ni
siquiera es capaz de imaginarlo. El hombre exaltado que escribe:
Doquier mi arrebatada mente inquieta
dichas y triunfos encontrar creía,
palpé la realidad y odié la vida
Sólo en la paz de los sepulcros creo
Acaba hundiéndose en la desesperación al chocar de frente con
la ingrata realidad.
El romántico, por tal actitud escapista y perdido en sus
ideales, es un ser con una existencia aciaga, que arrostra patéticamente por
cementerios, noches tormentosas y monasterios en ruina. El suicidio, conforme
al modelo del Werther, de Goethe, fue la salida que algunos eligieron.
Paso una página tras otra. Cada una de ellas recoge una vida,
intensa, monótona, miserable, aburguesada, a veces breve, casi nunca dichosa:
Juan Arolas: “Vivió siempre inquieto y acabó loco”.
Gertrudis Gómez de Avellaneda: “Su vida amorosa fue un
continuo fracaso”.
Carolina Coronado: “Varias desgracias familiares le movieron
a buscar la soledad”.
…
No fue en modo alguno mejor la vida de Zorrilla, el del Tenorio;
el cual leyó unos versos en el entierro de Larra que le supusieron el inicio de
su merecida fama:
Broté como yerba corrompida
al borde de la tumba de un malvado
Y mi primer cantar fue a un suicida
¡Agüero fue, por Dios, bien desdichado!
Y tras unas cuantas páginas más llega el Realismo, y el
Naturalismo. Pero el Romanticismo aún no ha muerto del todo y da un último
coletazo con Bécquer y Rosalía de Castro:
“Bécquer arrastra una vida bohemia y desilusionada […] Y la
muerte del primer poeta español del siglo pasó casi desapercibida”.
El poeta sevillano supo distinguir acertadamente dos tipos de
poesía:
“Hay una poesía magnífica y sonora […] Hay otra natural,
breve, seca, que brota del alma […] La primera es una melodía que nace, se
desarrolla, acaba y se desvanece. La segunda es un acorde que se arranca de un
arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso. Cuando se
concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin
nombre…”.
También la vida de Rosalía estuvo repleta de fatalidades. Hay
quien atribuye su incurable amargura a su condición de hija ilegítima. Amó
apasionadamente su verde tierra gallega, y sufrió de añoranza cuando el destino
la alejó de ella para ir a vivir a la árida Castilla:
Airiños, airiños aires
Airiños de miña terra
Airiños, airiños aires
Airiños, levaime a ela
Por otro lado percibe un cierto desprecio general hacia
Galicia que la llena de indignación y dolor. Se muestra resentida hacia
Castilla, la Castilla que desprecia y explota a sus paisanos:
Premita Dios, castellanos,
castellanos que aborreÇo,
qu´antes os gallegos morran
qu´ir a pedirvos sustento
Los escritores del 98 rescataron casi del olvido a esta
profunda y genial creadora. Azorín acusó airadamente a la crítica por ignorar a
“uno de los más delicados, de los más intensos y originales poetas que ha
producido España”.
Bécquer y Rosalía salvaron el intimismo lírico del prosaísmo
propio de la poesía realista. Más tarde la lírica volvería a resplandecer con
el Modernismo y sus “alardes ornamentales y cromáticos”.
A propósito del Modernismo. Recuerdo una anécdota venida al
caso que leí hace tiempo. Se cuenta que Miguel de Unamuno paseaba por el campo
una soleada mañana acompañado de un joven poeta modernista. En esto que,
mientras bordeaban un lago, el joven la preguntó por el nombre de “aquellas
plantas que flotan en el agua”. Don Miguel, con cierta sonrisa sardónica, le
respondió: “Son nenúfares, hijo. Eso que usted menciona tanto en sus poemas”.
Resulta más que curioso el número de geniales escritores que
llegaron a coincidir en una sola generación: Valle Inclán, Unamuno, Galdós,
Azorín, Menéndez Pidal, Benavente, Machado… No es mi intención enumerarlos a
todos. Tan solo me he detenido caprichosamente en alguno, sin que ello
signifique nada respecto a otros que ni siquiera han sido mencionados. Un
capricho, sin más sentido ni propósito que recordar la gloriosa herencia de nuestras
letras. Un capricho envuelto, tal vez, en un leve y cálido hálito de humanidad.
Nada más. Aunque este fugaz vistazo hacia atrás haya supuesto, inevitablemente
y a modo de efecto secundario, una nueva evidencia de nuestro pobre horizonte
actual en lo literario, artístico y humano en general.
Algo nuevo se barrunta en el aire, pero lo cierto es que hoy
por hoy solo podemos hablar de inconsistencia y adocenamiento; un rancio
adocenamiento fomentado por una sociedad cada vez más agotada y adormecida.
Como colofón me gustaría terminar con un breve poema de
Alberti, cuya lectura supone para mí un bello canto a esa libertad que tan a
menudo ni siquiera vemos aun estando bajo nuestros pies. Otro capricho.
¿Por qué me miras tan serio,
carretero?
Tienes cuatro mulas tordas,
un caballo delantero,
un carro de ruedas verdes,
y la carretera toda
para ti,
carretero
¿Qué más quieres?