23 noviembre 2014

Crítica-comentario de 24 horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig



Antes de leer 24 horas... no pude evitar ojear una crítica sobre dicha novela que afirmaba que su lectura facilitaba una conclusión, o moraleja, “lamentablemente conservadora”. Sin embargo, antes de entrar en valoraciones o críticas de tal jaez (y que no comparto de ninguna manera), conviene situarnos en la época y en el contexto social en que se desarrolla la historia. En ella no se menciona fecha alguna, pero se nos ofrece un dato de referencia importante: la protagonista, al relatar aquel significativo episodio de su vida ocurrido a sus 40 años, dice que “aún no había coches (a motor)”, dando a entender por consiguiente que en su presente, cuando ha cumplido los 65, ya sí los hay. Teniendo en cuenta que los primeros automóviles empezaron a circular por Europa a principios del siglo XX, no creo que erráramos mucho si fijáramos el relato que se nos cuenta en los últimos años del XIX. Huelga decir que por aquel entonces tanto en Inglaterra como en Francia reinaba una moralidad social muy rígida. Pero sería bastante estúpido por nuestra parte atrevernos a juzgar moralidades pretéritas desde la arrogante atalaya de nuestra “post-modernidad” (ya el mismo nombre parece el colmo de la arrogancia), y que como bien sabemos no se caracteriza precisamente por sus elevados valores morales ni por su defensa a ultranza de las llamadas “buenas costumbres”.
Resulta de lo más desaconsejable, pues, limitarse a establecer juicios morales o de valor sobre la época que se nos retrata. Porque además el propósito del autor es ir mucho más allá de este ámbito, no es sobre lo que realmente le interesa hablar o tratar. Lo que se examina, lo que de verdad pone sobre el tapete (el tapete verde de la mesa de juego) es un aspecto animal, pudiéramos decir “molecular”, de la naturaleza humana; de su corazón sangrante y bombeante, de su cerebro replegado y ansioso. “Algo” que trasciende todo tiempo histórico y cultural, toda convención y clase social, incluso toda civilización. Porque nos encontramos ante una novela no de corte romántico ni sentimental, ni siquiera realista, sino abrumadoramente naturalista. Y el naturalismo es eso: na-tu-ra-le-za, tejido y nervios (palabras estas últimas muy reiteradas en el texto, y no por casualidad).
¿Lamentablemente conservadora? No. Lo que ocurre es que el final de la novela puede causar desazón en ciertas mentalidades post-modernas al desmitificar, ridiculizar incluso, lo que la historia parece defender al principio: la pasión amorosa, el enamoramiento fulminante tras una penosa y larga andadura por el desierto (la protagonista, aún joven, lleva 20 años viuda y aburriéndose de la vida, viajando incansablemente de un lugar a otro para huir del hastío, del perenne e insoportable hogar vacío), el “apostarlo todo a una carta” para romper irreversiblemente con una vida insulsa y desmotivada con el fin de entregarse al furor del amor, de la vida, del cuerpo y la sangre.
En efecto, el autor al final da una inesperada vuelta de tuerca y pilla al lector posmoderno desprevenido, dejándolo tan confundido como tal vez decepcionado. Todo no ha sido más que una elucubración de la mente, una absurda idealización, un engaño más del que nadie en realidad es responsable porque el único culpable es el cuerpo, los instintos, las pulsiones, nuestro “eros”… y sobre todo nuestro vacío y soledad. Es, en fin, la condición de nuestra naturaleza la que ha vuelto a traicionarnos, y de nuevo nos ha dejado humillados, en ridículo ante el mundo y ante nosotros mismos. Sólo ha sido la pesadilla de una noche... de 24 horas. Nada más. Y el tiempo, que como se dice en la novela todo lo curte y lo atempera, vendrá ahora a hacer su trabajo. Ya las fiebres pasaron. Y cuando la protagonista, diez años más tarde, se entere de que el joven ludópata acabó suicidándose, sentirá un despiadado alivio. Ya ha quedado definitivamente sepultado el peligro de volverse a encontrar con él. Ya nadie podrá nunca recordarle a la distinguida dama aquella vergüenza de su pasado…

El autor nos ha querido contar una historia desde su peculiar perspectiva y sobre esto no hay nada que alegar. Está en su derecho. Es su obra, es su óptica. Respetémosle. Y también aplaudámosle por haber creado una obra bien hecha, que, confesémoslo, incluso nos ha llegado a tocar alguna fibra sensible en cierto momento. Bien por él.

Sin embargo quienes no nos adscribimos, al menos de un modo absoluto, a la corriente naturalista también estamos en nuestro derecho de opinar, ya no sobre el estilo de la obra, sobre su coherencia literaria o profundidad psicológica, sino en función de nuestras respectivas cosmovisiones de la vida, de nuestra particular manera de interpretarla o concebirla.
Yo, en primer lugar, nunca me “enamoraría” de unas manos (por muy bellas que éstas pudieran ser) que no hacen otra cosa sino jugar con una avidez frenética sobre la mesa de un casino. Me podría afectar, tal vez impactar, una sonrisa, una mirada, una conversación... Hay una cita que dice: “El juego cumple una elevada misión moral: sirve para arruinar a los idiotas”. Esto también lo suscribe un servidor, luego no creo que fuera capaz de enamorarme de –en este caso- una completa “idiota”, de alguien tan reducido a su mínima expresión que no es capaz siquiera de mirar de soslayo a la persona que tiene en frente, o a la que se encuentra sentada a su lado, o al camarero que le sirve, o al grupo que se encuentra apostando en la mesa de más allá... De ese ser enfermizo, obnubilado, autista emocional, desconectado por completo de su entorno, centrado sólo en sí mismo, doblegado como un patético trapo por su codicia insaciable… ¿qué podría esperarse? ¿Queda algo noble, hermoso o sublime por extraer de semejante persona? Si me enamorara de alguien así, el fracaso estaría más que cantado. ¿Qué esperaba recibir nuestra ingenua y desencantada protagonista? Hasta el agradecimiento le llegó a ser negado. Sólo obtuvo a cambio de su generosa ayuda el más puro desprecio, la más apabullante humillación.

Nadie puede salvar a nadie: esta descarnada verdad sí la evidencia el relato. Si hasta la mujer protagonista, en sus veinte años de viudedad, ni siquiera ha sido capaz de salvarse a sí misma, de redimirse por medio del amor o de la pasión (esa pasión que ella tanto clama por dentro), y que bien pudo haber entregado a algún digno candidato de cuantos hombres debió de conocer, ¿podía acaso salvar el alma de un desalmado?, ¿desintoxicar a un adicto?, ¿des-idiotizar a un idiota? Indudablemente no. La ingenua pretensión de la protagonista nos resulta incluso conmovedora.

No sólo somos tejido y nervios. No estamos determinados por nuestra naturaleza animal. El ridículo humano no es obra de nuestros cromosomas o de nuestros genes. No hay duda de que somos todo eso, sí, y de que incluso la cultura se arroga en no pocas ocasiones de unos logros que no son tales, sino meras consecuencias más o menos encubiertas de una biología que, nos guste o no, nos somete implacablemente. Pero también –creo- somos algo más. El inconsciente, por ejemplo, del que nuestro ego casi siempre es títere, no está determinado por las leyes del cuerpo. Y el espíritu, lo único a mi juicio que realmente puede hacernos libres, tampoco.
En fin, me temo que aquí ya nos adentraríamos en un territorio más propicio para la filosofía o la metafísica que para la crítica literaria.

Pero al margen de toda consideración o apreciación personal sobre la cosmovisión que nos ofrece el narrador de esta obra (pues nunca hay que confundir la voz narradora con el autor), lo que resulta indudable es que Stefan Zweig es uno de los escritores más excepcionales y universales de nuestra historia reciente.

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