30 octubre 2014

La bolsa o la vida


Un día, como todo el mundo, también nací yo. Mejor dicho, me nacieron. Todo empezó una anodina noche de otoño. Mi futuro padre se hallaba amodorrado en su sillón de orejas, en ese estado de duermevela situado en las lindes del reino de Morfeo. De pronto oyó una voz que lo arrojó bruscamente a la realidad. Era mi futura madre, la cual acababa de susurrarle al oído en tono melindroso: “Me gustaría tener un hijo”. Fue entonces cuando pasé a convertirme en proyecto. Y al cabo de unos meses, sin poder precisar en qué momento, empecé a sentirme. Recuerdo que yo era como una vívida sensación de felicidad permanente. Nada me turbaba, me encontraba protegido y seguro, placenteramente suspendido en un espacio vivo y caliente. “Si esto es vivir – pensaba -, ¡qué hermosa es la vida!”. A veces notaba la delicada mano de mi madre al acariciarse el vientre. Yo sabía muy bien que aquellas caricias iban dirigidas a mí. Me sentía feliz, seguro y querido ¿Qué más podía pedir?
Y por fin llegó el día de mi nacimiento. Yo no sabía si alegrarme o no, pues como no había nacido nunca ignoraba cómo iba a ser aquello. Pero pronto comprobé que se trataba de la experiencia más terrible capaz de imaginarse. Abandonar de golpe aquel paraíso para ser escupido a un mundo doloroso, frío y hostil, mientras un energúmeno me daba la bienvenida golpeándome en el culo, desbordó de largo mis peores sospechas. Por supuesto, me puse a llorar a moco tendido, convencido de que se me había lanzado al mismo infierno. Pero lo peor fue cuando me pusieron al lado de mi madre y vi con horror que ella sonreía. No intentaba consolarme, no expresaba pena o preocupación por mi tormento, ¡sino que sonreía! Aquella mujer no podía ser mi madre, era una arpía, un ser cruel y despiadado que parecía disfrutar ante mis lágrimas y gritos de clemencia.
Así que mi venida al mundo no pudo ser más desdichada. Sin embargo, afortunadamente,  a medida que fui creciendo comprobé que no todo siempre era tan malo. Lo que más me desagradaba en mis primeros años era constatar una y otra vez que a mis padres les complacía fastidiarme. ¡Era tan evidente! Si deseaba jugar con algún llamativo objeto de la casa, me reprendían. Si me hurgaba en la nariz, decían que aquello no debía hacerse. Si a la hora de la cena yo sugería la posibilidad de comer chocolate en lugar de pescado, me fulminaban con la mirada. Todo eso no podía ser casualidad. Estaba seguro de que si me hubiera gustado el pescado me habrían hartado a chocolate hasta reventar.
Empecé a formularme un sinfín de preguntas que parecían no tener respuesta. Había muchísimas cosas que no lograba entender. Recuerdo que una tarde mi madre apagó el televisor y me ordenó que fuera a hacer los deberes. Entonces le pregunté por qué debía hacerlos, y también por qué debía acudir cada día al colegio si lo que yo deseaba era quedarme en casa jugando. Como siempre, ella me amenazó con castigarme si no la obedecía enseguida. Pero de pronto ocurrió algo insólito: mi padre abrió los ojos, se levantó del sillón de orejas para situarse frente a mí, y me dijo con voz solemne: “Porque tendrás que ganarte la vida”.
Me fui a mi habitación casi conmocionado, aturdido por lo que acababa de oír. Me resultó imposible realizar los deberes a causa de mi profunda turbación. No sólo me habían impuesto la vida sino que además tenía que ganármela ¿Pero cómo se ganaba uno la vida? ¿Debería rezar a Dios cada noche para que me permitiera continuar viviendo? ¿Debía ser bueno para que el mundo no me eliminara por incivilizado o peligroso? En cualquier caso, ¿qué tenía que ver eso con la escuela? Pasé varios días dándole vueltas al asunto sin llegar a nada claro. Así que una tarde me armé de valor, me planté ante mi adormilado padre y le pregunté cómo se ganaba alguien la vida. Su respuesta fue escueta pero muy esclarecedora. En resumidas cuentas: ganarse la vida era ganar dinero. Por lo visto “vida” y “dinero” significaban lo mismo. ¡Santo cielo!, pensé aterrado, ¡si yo no tenía un cochino céntimo! Una insoportable angustia se apoderó de mí. ¿Cuándo se suponía que debía empezar a ganarme la vida? ¿Sería mañana? ¿El mes próximo? ¿El siguiente?...
Desde aquel día me asaltaba cada noche la misma pesadilla: soñaba que yo estaba muy tranquilo en mi habitación haciendo los deberes, cuando, de repente, irrumpía mi padre y me ordenaba con su adusto semblante: “¡Sal a ganarte la vida!”. Llegó a ser tal mi obsesión que creí que la pesadilla iba a convertirse en realidad en cualquier momento. Incluso adquirí la costumbre de tener mi bolsa de deporte siempre preparada para emprender un largo viaje; guardaba algo de ropa, calzado, una manta vieja y mi colección completa de las aventuras de Tintín. No dejaba de lamentarme por mi mala suerte. Me sentía engañado, estafado, maltratado y asustado. Pero a veces también pensaba, a modo de consuelo, que podía haber sido peor. Por ejemplo, yo hubiera podido ser el hijo de una antigua esclava que, al instante de nacer, fuera sorprendido por un enorme y sonriente rostro de piel oscura que me dijera: “Hola, soy papá. Tu madre y yo pertenecemos a la gran tribu Mandinga, natural de un lejano continente llamado África. Aunque ahora no vivimos en África sino en una de las islas del Nuevo Mundo. Estamos en el siglo XVI, y como los conquistadores blancos han exterminado a la población indígena, ahora importan esclavos africanos para trabajar en las minas. Trabajamos hasta la extenuación y apenas nos dan de comer. Pero si eres dócil y tienes suerte, podrás vivir hasta los treinta años. ¡Bienvenido a la vida, hijo mío!”.
Sí, hubiera podido sido peor, no cabía duda. Pero por suerte mi padre no daba muestras de querer volver a dirigirme la palabra. Aunque yo debía aprovechar aquel tiempo de gracia que se me concedía y no permitirme el mínimo reposo. Empecé a estudiar con una avidez frenética y muy pronto ninguna de mis notas bajó del sobresaliente, primero en la escuela y luego en la universidad. Sólo pedía al destino que me otorgara el tiempo suficiente. Y el destino parecía atender mis súplicas.
Acabé los estudios de forma brillante, y enseguida encontré un buen trabajo en una multinacional norteamericana. Con un inmenso alivio, fui a casa, me dirigí hacia el sillón, desperté a mi padre y le anuncié lleno de orgullo: “Voy a ganarme la vida
Me volqué por entero en mi nuevo trabajo. Pronto me di cuenta de que había personas que pretendían conseguir lo mismo que yo, apropiarse de toda la vida que había en juego. Entonces comencé a desarrollar una habilidad carnicera que no tenía parangón. Fui eliminando a cada uno de mis posibles rivales, venciéndolos, hundiéndolos, arruinándolos, arrebatándoles sus vidas, es decir, su dinero. No tardé mucho tiempo en llegar a poseer una fabulosa fortuna. Por fin pude sonreír y relajarme un poco. ¡Me había ganado la vida!
Como a partir de entonces empecé a disfrutar de cierto tiempo libre, adquirí la costumbre de reflexionar de vez en cuando. Había cosas que aún no lograba entender, como: ¿por qué un mendigo que jamás se hubiera ganado la vida podía llegar a vivir igual o más que yo, que tanto me la había ganado? ¿Por qué uno de los principios básicos de la Constitución decía que “todos tenemos derecho a la vida”, si la vida (o sea, el dinero) no era gratuita ni un derecho?...
Pronto me convencí de que filosofar no era lo mío y volví a concentrarme en el trabajo. Me compré una mansión y al cabo de un tiempo decidí casarme.
Una noche, mientras me cepillaba los dientes en mi magnífico baño de mármol de Carrara, mi mujer se acercó por detrás y me susurró al oído: “Me apetece tener un hijo”. A punto estuve de tragarme el cepillo a causa de la impresión que sufrí. Intenté serenarme, y sin perder la compostura le rogué que me escuchara. Le dije que era algo muy natural desear tener un hijo, pero que aquel deseo no debía limitarse exclusivamente a satisfacer un capricho personal. Era necesario pensar también en el niño y formularse algunas preguntas, tales como: ¿tendría él la posibilidad de ser feliz en este mundo? Dar la vida, ¿era un acto libre y de amor o sólo una acción egoísta? Le expliqué que aquellas preguntas no tenían el propósito de disuadirla ni de frenar su natural deseo de maternidad, pero que era muy importante formulárselas con seriedad, cediendo el espacio principal al hijo y no al revés.
Pero mi mujer parecía no querer entenderme. Creyó que no deseaba complacerla, e insistía pertinaz: “¡Porfa, Cholo!, ¡porfa, Cholo!”. Y ya se sabe que cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza, tarde o temprano acaba consiguiéndolo. Ya no tenía bastante con nuestra fabulosa fortuna, ni con nuestra mansión, ni con nuestro magnífico baño de mármol de Carrara. Así que una noche, sin mi permiso, decidió embarazarse.
               
Y ahora estoy aquí, sin poder pegar ojo, con una mujer cada día más gorda y contenta, sentado en un sillón de orejas donde mi hijo pronto me verá dormitar y envejecer.
De todos modos he de confesar que no estoy tan preocupado como al principio. He urdido un plan para que la vida de mi hijo sea muy diferente de la mía. Aseguran ahora los científicos, los nuevos dioses del mundo, haber encontrado la tan ansiada pócima de la felicidad. Sostienen que toda emoción o sentimiento obedece a una causa hormonal. Cuestión de pura química, dicen. Si estás aburrido, te dan una pastilla de color verde limón y la adrenalina se te dispara como si estuvieras montado en el Dragón Kan de Port Aventura ¿Que estás nervioso?, pues te tomas una de color pistacho y te conviertes en el mismo Buda meditando sobre la cúpula del Taj Mahal. ¿Que te vienen ganas de llorar?, pues hay otra de color rosa chicle que hará que te desternilles de risa, como si te encontraras de pronto ante la actuación más inspirada de Chiquito de la Calzada. Esta última es la que más me interesa. La semana pasada acudí a unos laboratorios y les prometí una buena suma de dinero si lograban convertir la pastillita vía oral en un gas para inhalar. Me aseguraron que dentro de unos pocos días tendría lo que deseaba.
Puedo imaginármelo. Cuando mi hijo asome su cabecita al mundo y vaya a llorar, le rociaré la cara con el mágico espray. ¡Qué bello será oírle reír! Y si por desgracia el invento falla y se pusiera a llorar, entonces lloraré con él. Todo menos sonreír. Y cuando haya cumplido algunos años, me levantaré de mi sillón, me situaré frente a él y le diré con emoción contenida: “No tendrás que ganarte la vida, porque yo te la he ganado por ti”. Y le dejaré cenar chocolate si lo desea. Y podrá romper cuantos trastos inútiles le venga en gana. Y si no quiere ir al colegio, pues que no vaya; ¿para qué si no tendrá que ganarse la vida?
Sí, mi hijo reirá y será feliz. Nunca le faltará la pastilla que se le antoje. ¡Y es que cuesta tan poco ser un buen padre!

                                                                                              (relato)

26 octubre 2014

Réquiem


    Encendió la luz; una luz lánguida y amarillenta que no obstante rasgó la penumbra del atardecer. El trino de los pájaros y el rumor sordo del equipo electrógeno situado en el sótano (único destello de civilización en toda la casa, en toda la aldea abandonada) eran para él como la misma voz del silencio. Conocía muy bien aquella voz. También en la ciudad solía oírla a menudo, cuando el murmullo urbano se filtraba a través del cristal de la ventana y llegaba a sus oídos mortecino y ajeno, como una ensoñación vaporosa que intensificaba su sensación de aislamiento. Sí, nunca como en la ciudad se sentía tan solo. Ni siquiera ahora, a pesar de saberse real y físicamente solo en cuatro kilómetros a la redonda.
   Con aire cansino reordenó la pila de folios escritos que había sobre la mesa y en cuya primera página figuraba el título: Los lepidópteros diurnos pirenaicos. Leyó el último párrafo de la hoja que había insertada en la máquina de escribir con el fin de continuar con su tratado: "Como todo el mundo sabe, el género Papilio es de los más fáciles para inducir al apareamiento manual debido a la pronta estimulación de las protuberantes valvas del macho". Volvió a leerlo con desagrado. ¡Qué ridículo!, pensó. “Como todo el mundo sabe”. ¿Y por qué iba a saber todo el mundo que el macho de las Papilionidae tenía una verga gorda y cumplidora? Si la inmensa mayoría de la gente desconocía a Verlaine, Rabelais o Valéry menos aún habría de saber qué era un ropalócero; nombre culto con que se designaba a la mariposa diurna. Su rostro esbozó una sonrisa al recordar lo que Miguelina le había dicho dos noches atrás: “Con lo bonita que es la palabra mariposa, ¿por qué le pone usted esa otra tan fea de lepidóptero? Suena a rata voladora”. Él se echó a reír de una forma poco natural y más bien estúpida, con esa tierna autosuficiencia con que un padre se reiría de su hijita. Pero Miguelina no era una niña, ni tampoco, aunque a veces pudiera parecerlo, una joven ingenua. Era una mujer hermosa, perspicaz, con una alegría contagiosa y una naturalidad envidiable. “Creo que lo que les ocurre a los hombres de ciencia como usted –continuó ella-, es que no saben apreciar la sencillez de la vida. Por eso les gusta poner palabras tan feas y rebuscadas a todo”. Él quedó un tanto desconcertado ante tal audaz diagnóstico, pero, por mal que le pesara, tuvo que reconocer que su bella dama tenía un buen punto de razón.
   Echó freno a sus elucubraciones y se dispuso a proseguir con su tarea. Apenas llevaba diez minutos escribiendo cuando de pronto la luz parpadeó y un soplo frío le roció la cara. Alzó levemente la vista por encima de sus lentes de media luna, y entonces distinguió la esbelta y grácil figura de Miguelina apostada frente a él.
    -Hola, profesor –le saludó con una sonrisa, como siempre encantadora-. No quería molestarlo, pero es que hoy me apetece tanto charlar con usted... Aunque si lo prefiere puedo volver más tarde.
    -No, no, quédese –le rogó-. Yo también necesito distraerme un poco.
    La muchacha soltó una risita de alegría al tiempo que volteó sobre sí misma como una experta bailarina de ballet; con la cadencia de una mariposa desplegó al aire la falda de su vestido blanco cual si fuese las alas de una Hedychium Coronarium. ¡Cómo le revitalizaba el solo hecho de contemplarla!
   -Profesor, mi apuesto y querido profesorcito –se aproximó a él hasta sentarse en la mesa, junto a la máquina-. Es usted un hombre tan bueno y comprensivo, tan tierno... Qué hubiera dado yo por conocerle en mi tiempo. Los hombres de antes, sobre todo los de esta comarca, eran demasiado rudos. No sabían tratar a las mujeres. Esa fue mi desgracia. Yo tenía que haber nacido en París y ser una artista de baile. Pero no nos pongamos tristes. No. Quiero verle feliz y oírle reír. Porque usted, profesor, ríe muy poco. Sí, ríe poco y flojito. Y eso no es nada bueno, ¿sabe?
   Él estaba un poco enamorado de aquella mujer, o mejor dicho, de aquel espectro femenino rebosante de vitalidad que acudía a visitarlo a diario desde hacía algunas semanas. A veces imaginaba lo maravilloso que hubiera sido haber vivido en su tiempo, como ella decía, haberla conocido en carne y hueso para así poder cortejarla como un amante apasionado; y tocarla, y acariciarla, y besarla… Ella poseía la extraordinaria facultad de ahuyentar todas sus penas con su mera presencia, de hacerle olvidarse de sí mismo, de reventar como una pompa de jabón la ilusión de su soledad, tan real y pesada cuando ella desaparecía de su lado. Pero cuando su imaginación le empujaba más adentro de aquella historia que hubiera podido ser y no fue ni sería nunca, comprendía que ella jamás se habría interesado en un tipo como él. ¿Por qué iba a hacerlo habiendo tantos galanes y existiendo París? Ahora su damisela le prestaba atención porque era el único hombre en toda la aldea, no había otro rival con quién competir. De haberlo habido, tenía claro que ella ni siquiera le habría mirado. Por alguna misteriosa razón, que sin embargo no deseaba de ningún modo conocer, su bello fantasma sólo podía manifestarse en algún lugar de aquella aldea despoblada y en ruinas. El pequeño cementerio abandonado, con sólo siete cruces ajadas, lindaba con la vieja casa donde él residía.
   -¿Va a quedarse mucho tiempo aquí? –le preguntó ella por enésima vez-. Espero que sí.
   -Ya le he dicho que un par de meses más o menos. Cuando acabe este trabajo me iré. Pero no se preocupe, no tardaré en regresar. He empleado demasiado tiempo y dinero en rehabilitar esta casa. Eso sin contar con las dificultades burocráticas que he tenido que resolver. Y es que hoy en día no le dejan a uno vivir en paz con tantos permisos, autorizaciones y papeles. Imagínese que hasta para capturar una simple mariposa se necesita hoy un permiso especial. La burocratización de la vida social es la peste negra de la modernidad.
   -¡Oh!, pero eso no es algo tan nuevo como piensa. Hace un siglo muchos se quejaban de lo mismo.
   -Pero no tanto, no tanto –replicó él-. Todo ha llegado a un punto verdaderamente esquizofrénico. Mi querida Miguelina, no le sorprenda si le digo que la envidio. La envidio por haber vivido en un mundo mucho más auténtico y natural que el que a mí me ha tocado en suerte.
    -No diga eso, profesor.
   -¿Y por qué no si así lo pienso? Me repugna esta sociedad, para qué le voy a mentir. Soy un nostálgico impenitente. Por eso siento un hondo respeto por todos aquellos que tuvieron la decencia de vivir y morir antes que yo. Es una indecencia vivir hoy en este tiempo. Sólo los sumos sacerdotes del idiotismo, los profetas de la sacrosanta tecnología, creen vivir en el mejor de los mundos posibles.
   -A veces habla de una manera que no le entiendo, profesor.
   Él la contempló con un semblante enternecido.
   -Mucho mejor para usted si no me entiende, créame. Ojalá yo tampoco lo entendiera.
   -Déjese de cháchara y ponga algo de música. ¿Le gustaría bailar conmigo? Ande, sea bueno y baile conmigo.
   -Pero es que no sé bailar. Además, ya sabe la clase de música que tengo.
   -¡Oh, sí! –hizo pucheros con los labios como una niña contrariada-. Su música es muy seria y aburrida, es verdad.
   -Bueno, es la que me gusta oír mientras trabajo. Si pongo otra me distraigo.
   -¡Hagamos una cosa! Mientras bailamos, yo pondré la música, ¿le parece?
   Ella se puso a danzar de nuevo mientras tatareaba una canción que él nunca había oído. Su voz le encandilaba tanto como la delicada y sensual imagen en movimiento que observaba absorto, como un espectador admirado frente a una obra de arte.
   -Vamos, profesor, ¿a qué espera? Venga a bailar conmigo.
   Si la vanidad era un pecado, entonces él amaba sin reservas el exquisito pecado de esa mujer. Lo amaba con la misma efusión con que aplaudía la frivolidad natural, espontánea e incluso santa (pues ella al fin lograba purificarlo de toda oscura inclinación) que aquel bello ser etéreo, y sin embargo tan terrenal al mismo tiempo, derrochaba alegremente a su alrededor como una estela de ingrávidas y hermosísimas flores.
   -¡Vamos, venga!
   Con cierto titubeo el hombre avanzó un par de pasos. Y justo cuando se disponía a lanzarse, a dejarse llevar quizá por primera vez en la vida por un puro impulso del alma, un nuevo espectro se materializó de repente, interponiéndose entre ambos. Era la imagen de un hombre fornido, entrado en años y de aspecto torvo. Vestía ropa rústica, con una boina calada en la cabeza y un ancho refajo negro alrededor de la cintura.
   -¡Qué inoportuno, señor Isidre! –protestó Miguelina-. Ahora que ya lo tenía convencido para que bailara conmigo.
   -¡Cagu en dena! –espetó el recién llegado clavando sus ojos en el profesor-. ¿Es que no tiene otro lugar donde dejar su coche más que en el sembrado?
   -¿Qué sembrado?
   -No le haga caso, profesor. Son cosas suyas.
   -Como si no tuviéramos bastante desgrasia con que haga más de un mes que no llueva. ¡Cagu en dena! No sé adónde iremos a parar.
   -¿Pero por qué le importa a usted tanto que llueva o no llueva? –inquirió el profesor.
   -Por los sembrados.
   -¿Qué sembrados?
   -Ya le he dicho que son cosas suyas, profesor.
   -Y también por los prados. Este año las vacas darán poca leche.
   -¿Qué vacas?
   -¡Oh, miren! –exclamó Miguelina -. Tenemos una nueva visita.
   Medio oculto en la entrada de la sala vieron la figura de un niño de unos seis años que los observaba en silencio y con aire apocado, entre curioso y asustadizo.
   -Ven con nosotros, Ferrán –le llamó Miguelina-. No tengas miedo. Estábamos a punto de bailar. ¿Quieres bailar conmigo? ¿Sí?...
   -A lo mejor con un poco de suerte llueve esta semana.
   -Sí, es posible.
   -Vamos, Ferrán. ¿Por qué no vienes?
   De pronto el niño comenzó a llorar:
   -Mamaaa... Mamaaa...
   -¡Calla, nen! –ordenó Isidre-. Siempre con la misma murga. ¿Usted sabe lo que es aguantar los lloros de este mocoso durante ochenta años?
   -Hombre, pues...
   -No le hable así al niño, Isidre. ¿No ve que lo asusta más?
   -Eso no es un niño, es peor que un burro. Al menos los burros aprenden, en cambio él no aprende que nunca más volverá a ver a su madre.
   -Mamaaa... Mamaaa...
   -¡Qué cruel que llega a ser usted! –le amonestó Miguelina-. ¿Ve lo que le decía, profesor? Antes todos los hombres de por aquí eran como él. Esa fue mi desgracia.
   -Tu desgrasia, xiqueta, fue que tu marido te pillara con el tabernero.
   -Isidre, por favor, ese comentario no...
   -Déjele, profesor, si no vale la pena discutir con él. Estas montañas aisladas convierten a los hombres en animales.
   -Mamaaa... Mamaaa...
   Durante unos instantes el profesor se complació observando a los tres fantasmas. Lejos de agobiarse por la algarabía del momento, les estaba en realidad muy agradecido. Precisamente ellos, los muertos, habían entrado en su casa para insuflarle algo de vida, para ofrecerle una idea remota de lo que significaba una familia, con llanto de niño incluido. Era entonces imposible sentirse solo. Pero si tanto le pesaba la soledad, ¿por qué había tomado la determinación de recluirse temporalmente en una aldea abandonada del Pirineo catalán y con un cementerio pegado a la casa? No sabía dar una respuesta cabal a esa pregunta. Tal vez de algún modo intuía que para vencer a un demonio debía enfrentarse a él cara a cara, nunca escapar en una huida condenada al fracaso. Pero su agradecimiento también se debía a otra razón.
   -Hemos venido a hacer compañía al profesor –dijo Miguelina en tono conciliador-, y no a molestarlo.
   -Eso díselo al nen llorón ese. Yo al profesor me lo apresio.
  Les agradecía esa total banalidad de sus palabras, el hecho de que nunca mantuvieran conversaciones trascendentes o le revelaran algún misterio capaz de zarandear su solidificado esquema mental. Él también, por su parte, evitaba hacerles cierto tipo de preguntas, como por ejemplo: ¿por qué ellos eran solo tres cuando en el cementerio había siete cruces?; ¿dónde estaban los demás?; ¿existía el cielo y el infierno?; ¿por qué un niño de sólo cinco o seis años había quedado atrapado en el mundo, al igual que Isidre con sus prados y sus vacas?; ¿y por qué el pequeño jamás volvería a reunirse con su madre?; ¿dónde estaba ella?; ¿existía la eternidad?... Sin embargo, aun en el supuesto de que él se hubiera atrevido a formularles tales preguntas, dudaba de que alguna hipotética respuesta hubiera podido alterar de modo sustancial su visión del mundo y de las cosas. No lo creía probable. A decir verdad, pensaba que ni siquiera sería capaz de sorprenderse. Él había perdido toda capacidad de asombro en esta vida, toda... excepto en lo que a su profesión se refería. Si en aquel preciso momento alguien hubiera entrado por la puerta para mostrarle un nuevo insecto aún no catalogado, entonces sí se habría entusiasmado hasta el punto de pasarse la noche en blanco. Sabía que resultaba absurdo y triste, pero así era.
   -¿Qué le ocurre, profesor? –le preguntó Miguelina-. Se ha puesto tan mustio de repente...
   -No es nada.
   -No se preocupe, noi. Estoy seguro de que muy pronto lloverá.
   -¿Dónde está el niño? No lo veo.
   -Se habrá ido a dar la murga a otra parte.
   -Isidre, no empiece. A propósito, profesor. Usted y yo tenemos algo pendiente. Mañana no se me escapa.
   -Este otoño tampoco habrá setas. ¡Con lo que me agradan los rovellons!
   -¿Saben ustedes que sin los insectos la vida en la Tierra sería imposible? Ellos polinizan a la mayoría de las plantas, sirven de alimento a animales esenciales, elaboran productos de mucha utilidad al hombre...
   -Mañana bailará conmigo un vals. ¿Le gusta el Danubio Azul?
   -Y el río, ¡cagu en dena! Nunca lo había visto con tan poca agua.
   -Aparecieron hace unos cuatrocientos millones de años y suponen el sesenta y cinco por ciento de los seres vivos del planeta.
   -Yo le enseñaré a bailar, ya verá. Y no tenga cuidado por pisarme. Como no lo voy a notar...
   -Recuerdo que cuando yo era nen muchas veses teníamos que dejar las casas por miedo a las inundasiones.
   -Conocemos unos dos millones de insectos, y se estima que aún quedan varios miles por descubrir.
   -¡Ay, profesor! Cómo me hubiera gustado ser una artista de baile en París, o en Viena. ….

    Salió al balcón. Una bruma suave y esbelta envolvía la noche de luna llena. Se recostó sobre la baranda mientras contemplaba el cementerio. Apenas se distinguían las siete cruces de piedra. Impertérritas, parecían desafiar el tiempo anecdótico y efímero de los vivos. Volvió a oír el llanto del niño, esta vez como ahogado por la espesura de la noche. Luego vio un retazo de tela blanca deslizándose y confundiéndose entre la neblina. Pensó que sería Miguelina acudiendo de nuevo a consolar al pequeño, ya que éste al poco cesó de llorar. Se percató de que todo atisbo de vida humana en el lugar se concentraba precisamente en aquel pedazo de tierra del que la muerte era propietaria, y no en su casa con luz eléctrica. Tuvo la sensación de haberse transformado de repente en uno de los coleópteros de su apreciada colección. Incluso notaba una molesta opresión en la espalda, como si una gran aguja ensartada en el tórax lo mantuviera clavado en un punto indefinido del espacio, suspendido en medio de una nada.

   Y con los ojos húmedos y la voz quebrada, murmuró desde su púlpito:
   -Rendid pleitesía a vuestro príncipe, moradores de los cementerios. Porque no hay entre vosotros nadie más muerto que yo.
                                                                                                 
                                                                                                 (relato)

19 octubre 2014

El Sol y la Vida

La jornada del sol es una metáfora de la vida, de la vida humana en el mundo. Cuando al alba sus rayos despuntan lánguidos por el oriente, empieza el día, empieza la vida, nuestra vida. Y de la misma manera que él no viene de la noche ni va hacia la noche, nuestra vida tampoco viene de la nada ni va hacia la nada. Todo su fuego proviene de un átomo, como toda nuestra luz proviene de un soplo, de un soplo de Aquél que creó todos los soles, todos los mundos y todas las vidas.

Amanecer es nacer. Cuando amanece, cuando se nace, se siente el frío de todo aquello que aún está por hacerse, por escribirse. Y en medio de esa prístina frigidez irrumpe el estallido de la vida que comienza: así el bullicioso trino de las aves que despiertan tras la noche, así el estridente llanto de los recién nacidos…


 Luego llega la mañana, y con ella la juventud. Entonces la luz es tan intensa que, más que iluminar, deslumbra y ciega. Los sentidos se ofuscan, como incapaces de asimilar tanto derroche, tanta savia desbocada. El joven es subyugado por el frenesí de los instintos, y no puede sino más que ponerse a danzar bajo el sol y las estrellas.


Mediodía. Media vida. La verticalidad lo engulle todo. El sol cae a plomo sobre las cabezas y éstas, en su ardor, piensan y actúan verticalmente, obsesionadas en satisfacer sus deseos con la mayor inmediatez. No hay tiempo ni voluntad para otras cosas, o lo que es lo mismo, se huye de lo que no se comprende y asusta: de lo oblicuo y lo horizontal, de la tarde y la noche. De lo “substancial” humano.


Pero llega la tarde, sin aviso, casi por sorpresa. La luz atenúa su potencia, y la oblicuidad confiere a los colores una mayor gama de matices. El verdor amarillea porque la vida se ha hecho otoñal. El pasado pesa más que el futuro, y las ilusiones van encogiéndose a la vez que la nostalgia se espuma. Para unos la tarde es apacible, otros sin embargo se abruman ante el límite ya visible del horizonte, y torpemente se disfrazan de lo que hace tiempo dejaron de ser. ¡Qué grima da ver a una tarde disfrazada de mañana!


Y al fin, el crepúsculo. No hay otro momento del día –del todavía “día”- en que la luz exhiba tan variados y sublimes colores, como un anticipo del misterio que pronto va a ser revelado: que el sol nunca se movió de lugar, sino que fuimos nosotros, nosotros en el mundo, quienes peregrinamos por la vida en busca de la auténtica vida. Si el amanecer es frío, el crepúsculo es cálido. Si la mañana deslumbra y ciega, en el ocaso el sol ya se deja ver; ¿qué sentido iba a tener sino tal despliegue de belleza?


Sí, la luz es débil, tanto que los colores que la integran carecen de vigor para mantenerse unidos, y se desgajan evanescentemente unos de otros, formando un espectáculo de delicados cromatismos sobre el horizonte del oeste. Sí, el cuerpo se siente viejo y cansado, pero el espíritu destella el sereno fulgor de quien se encuentra a un paso de… LA ETERNIDAD. 

05 octubre 2014

La luz del candil representa la luz de la atención


La luz de la atención revela la falsedad, lo siniestro y grotesco de cuanto nos rodea




El anciano y sabio ermitaño se sirve de la luz de su candil para observar cuanto hay en su más inmediato alrededor. No emplea una potente luz que alumbre más delante ni más detrás, no le interesa el pasado ni el futuro, sino poder observar detenidamente en su presente, en el aquí y ahora. Quiere ver y comprender cómo son las cosas, sencillamente, despojadas de toda compleja interpretación y retórica. Es la mirada de la verdadera inteligencia por medio de la atenta observación; la única luz que puede liberarlo de la ignorancia, esto es, del miedo y del sufrimiento. Es la mirada del sabio que no se engaña ni se deja engañar. El sabio sabe... que no existe otra forma de liberación posible.