28 octubre 2015
19 octubre 2015
17 octubre 2015
EL DESEO
No
hay duda de que hablar del deseo es tratar un tema tan complejo como
controvertido. Así que voy a evitar en la medida de lo posible enredarme entre
las ramas e intentaré ir a la raíz, o cuanto menos al tronco, del asunto.
Buda consideraba
el deseo (siempre asociado al apego) como la
causa del sufrimiento. Si
esto es así, muy mal lo tenemos en un mundo cada vez más globalizado cuya
economía gira en torno al consumo de “bienes”, fomentando el deseo a través de
los medios de comunicación que se financian con la omnipresente publicidad. Ya
no se trata de satisfacer necesidades básicas sino de crear continuamente
nuevas necesidades, o lo que viene a ser lo mismo; hacernos creer que lo son,
sin serlo lejanamente. Esta poderosa vorágine parece tener subyugado al mundo.
Y si antaño había algunos rincones del planeta en los que aún no llegaba este
hechizante canto de sirenas, hoy, debido al desarrollo también globalizado de
los medios de comunicación, y muy especialmente de la televisión, prácticamente
no existe poblado que no sufra su seductor influjo. Solo así puede entenderse
la cantidad ingente de individuos originarios de países del llamado tercer
mundo que se aventuran, tras el pago de miles de dólares (una verdadera fortuna
en sus países de origen), a “dar el salto”, a menudo suicida, para alcanzar
otro continente que les permita llevar una vida más próspera; esto es, capaz de
satisfacer todos esos deseos que desde niños fueron creciendo con ellos. Los
resultados los vemos a diario; la mayoría malviven en barrios marginales,
frustrados y desengañados. Porque un deseo no satisfecho suele conducir (aunque
esto, como se verá más adelante, no tiene por qué ser así) a la frustración,
que es sufrimiento.
Así,
pues, la afirmación de Buda resulta
inapelable: el deseo es causa de sufrimiento. Pero entonces, ¿es posible vivir
sin deseos? ¿No es el deseo algo inherente al ser humano? Si fuéramos capaces
de eliminar el deseo de nuestras vidas, ¿qué clase de vida sería esa?...
Otro
sabio indio educado en Inglaterra, Jiddu
Krishnamurti (1895-1986), nos dijo que “para
no desear hay que estar muerto”. Y de lo que se trata, según él, no es de
trascender el deseo sino de “comprender
su naturaleza” para no caer inexorablemente en las redes del sufrimiento
que causa. Así que ahora se nos presenta un nuevo reto; comprender la
naturaleza del deseo. Esto ha de resultar por fuerza liberador ya que
comprender, sin juicio ni condena, la naturaleza de un sentimiento o una emoción
por medio de la atenta (auto)observación forma parte elemental del conocimiento propio. Krishnamurti recurre a un ejemplo
ilustrativo para mostrarnos cómo opera y se desarrolla el deseo en nosotros:
Imaginemos
que nos hallamos plantados frente al escaparate de un concesionario de
automóviles. Fijamos la vista en uno que nos agrada especialmente. Vemos sus
dimensiones, su diseño, el resplandeciente color que luce… Todo ello produce
una grata sensación en nosotros, como cualquier otra cosa hermosa que contempláramos.
En eso no hay ningún problema… todavía. Porque de inmediato elaboramos una imagen; nos vemos
manejando el automóvil por las calles de la ciudad con su reluciente aspecto,
nos sentimos gratificados al disfrutar de todas las comodidades y prestaciones
que ofrece, imaginamos los comentarios de nuestros amigos cuando lo vean, la
impresión que causamos en los demás, lo bien que nos sentimos con nosotros
mismos… Hemos creado ya un deseo.
Este deseo puede tener mayor o menor fuerza, según el caso de cada persona. Si
se asume como algo que a uno le gustaría tener -o quisiera tener si se dan
determinadas circunstancias- pero que de ningún modo va a causarle malestar o
tristeza la imposibilidad de realizarlo, es decir, si se vive el deseo con
inteligencia y “comprensión de su naturaleza”, no ha de haber problema alguno. Pero
si el deseo adquiere la fuerza de hacer supeditar la felicidad o el bienestar
del sujeto a su consecución, entonces sí que habrá de resultar un serio
problema. Porque aun en el supuesto de que lograra satisfacer un deseo en
particular aparecerán otros en su vida que no logrará conseguir o satisfacer,
con lo cual tendrá su infelicidad asegurada.
No
hablemos ya de aquellos deseos desorbitados elaborados por una mente inmadura y
acrítica que ha sido completamente condicionada por los pseudovalores de una sociedad superficial y materialista. Me
refiero a quienes viven obsesionados con la idea (por el deseo) de alcanzar el “éxito” a toda costa en algunos de los
campos más sobresalientes, o que estén más de moda, de la actividad humana;
modelos, actores, cantantes, deportistas, diseñadores… Solo una minoría conseguirá pertenecer a esa élite mediática reservada para unos pocos, con lo que la frustración
ganará por aplastante mayoría absoluta. Triste es observar cómo cada vez más
niños, a la pregunta de qué quisieran ser de mayores, responden sin titubeos
que “como Messi” o “ser millonario”. La
cultura del éxito será la que acabe formando una personalidad
extremadamente débil y vulnerable, del todo inoperante para afrontar los retos
que en su vida les están aguardando.
También
es verdad que muy a menudo sustituimos la palabra deseo por la de sueño: “¿Cuál es tu sueño?”; “No renuncies a tus sueños”;
“Lucha por tus sueños hasta hacerlos realidad”… Tal vez al emplear la palabra
“sueño” estemos dando una connotación más elevada al simple deseo,
refiriéndonos más bien a un gran deseo no pasajero capaz de ilusionar a alguien
en su vida; como una suerte de deseo de carácter existencial. Pero lo cierto es
que, grande o pequeño, no deja de ser un deseo, teniendo muy poco que ver en
realidad con lo que es el sueño; cuyo material no solo lo componen deseos (a
veces deseos ocultos o prohibidos) sino también temores, ansiedades, emociones
inhibidas o inconscientes a la luz del día… Eso es el sueño, la expresión libre de nuestro contenido
inconsciente. Pero seguiremos hablando de sueños en lugar de deseos porque
nos parece un término más poético y elevado. Está bien, esto no ha de causarnos
ninguna confusión siempre y cuando seamos conscientes de que empleamos una
metáfora, y no un sinónimo.
Y
la ilusión a la que antes nos referimos, ¿dónde queda? En el mismo deseo, se
entiende. Pues no es posible desligar una cosa de la otra. ¿Podemos desear algo
sin ilusionarnos ante la idea de su logro? Ilusión
y deseo son concomitantes; uno siempre va con el otro. Y del mismo modo que
podemos frustrarnos por un deseo no alcanzado, podemos también (desgraciadamente
es lo que suele suceder) desilusionarnos en la misma medida que antes nos
ilusionamos. Huelga decir, una vez más, que frustración y desilusión son
sufrimiento. Habrá quien con resignación afirme que el sufrimiento forma parte
de la vida. Y no le faltará razón. Sin embargo es posible que por medio del conocimiento propio este sufrimiento
cese; de ahí que algunos sabios afirmen que por ello el sufrimiento, a
diferencia del dolor, no es inevitable sino opcional. Ahí está la clave:
comprender la naturaleza del deseo y/o de la ilusión para evitar encadenarnos
al sufrimiento que conlleva.
No sobredimensionar el deseo;
mantenerlo vivo en su justa medida sin dejar de ser conscientes en todo momento
de a dónde puede abocarnos si nos dejamos arrastrar por su irracional fuerza
(que puede ser devastadora); impedir
convertirnos en su esclavo, en su siervo, y en cambio que nos sirva él como canal para encauzar nuestra energía hacia la consecución de un
objetivo concreto e ilusionante… sería mantener una relación sana, e incluso necesaria, con ese fuego vital al que
llamamos deseo.