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El aburrimiento
La cuestión del aburrimiento se ha venido tratando desde hace siglos; ya la Biblia lo menciona, pese a que la versión latina lo tradujo como “tedio” o “pereza”: uno de los siete pecados capitales.
Pero fue en la Edad Media cuando el término recuperó
su antigua raíz griega: acidia (avkhdi,a), con el sentido de tristeza
profunda o pereza espiritual, siendo a la sazón un problema muy abordado por
varios santos y estudiosos eclesiásticos, puesto que la consideraban un mal
espiritual que se cernía sobre los monasterios en los que el tiempo parecía no
transcurrir y las rutinas de los quehaceres diarios, así como la falta de
novedades e imprevistos, impregnaban el alma de no pocos monjes de un espeso y
mortecino sopor. Valga este botón de muestra para hacerse una idea de cómo
podía llegar a emponzoñar la vida del monje o anacoreta, según esta confesión
de Guigo el Cartujo (s. XII): “Cuando
estás solo en tu celda, a menudo eres atrapado por una suerte de inercia, de
flojedad de espíritu, de fastidio del corazón, y entonces sientes en ti un
disgusto pesado: llevas la carga de ti mismo; aquellas gracias interiores de
las que habitualmente usabas gozosamente, no tienen ya para ti ninguna
suavidad; la dulzura que ayer y antes de ayer sentías en ti, se ha cambiado ya
en grande amargura”.
Claro, estamos metidos en la Edad Media, cuando todos los libros
manuscritos o códices que se escribían y leían se encontraban en los monasterios.
Hoy el aburrimiento solemos entenderlo como algo de tipo mental antes que
espiritual (aunque haya quien crea en una natural interrelación entre los dos
ámbitos); un mal o un vacío que sobreabunda especialmente en la sociedad
moderna y del que no se escapa siquiera un considerable número de personas
ocupadas en sus tareas cotidianas; del mismo modo que no escapaban de él muchos
monjes entregados a sus rutinas diarias. No nos estamos refiriendo simplemente
a un momento más o menos largo de indolente desocupación, sino a un estado de
la mente (o del alma) que se traduce en una especie de hartazgo existencial, de
desmotivación permanente, de desesperado vacío interior… capaz de impulsar a
quien lo padece a cometer cualquier acción que lo aleje temporalmente de él.
Decía Blaise Pascal: “Todas las adversidades de los hombres
provienen de no saber permanecer tranquilos en su habitación”. Tengo para
mí que detrás de no pocas acciones violentas, tanto a un nivel individual como
colectivo, ha estado siempre el aburrimiento. No solo la codicia o el afán
expansionista han sido siempre los causantes de las contiendas entre naciones. He
leído a algunos historiadores modernos afirmar que nadie sabe exactamente por
qué se originó la I Guerra Mundial; pues el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria no justificaba por sí
mismo un desenlace semejante. Hay otras interpretaciones, claro, pero tampoco
es momento de entrar en ellas. Solo formulo una pregunta, y ahí la dejo: ¿pudo
haber sido el aburrimiento la verdadera causa de la I Guerra Mundial?
Stefan
Zweig, en su magnífica obra El mundo de ayer (memorias de un europeo),
nos describe con detalle el ambiente social que se respiraba en la Viena poco
antes de la Gran Guerra. Nos retrata una sociedad sólidamente organizada,
próspera, extremadamente segura y tranquila: “Era un mundo ordenado, con
estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio”. Parecía imposible que algo pudiera alterar
aquella sociedad satisfecha de sí misma que ofrecía infinitas posibilidades a
cualquier ciudadano con ciertas dotes para las artes, la música, la industria o
los negocios. ¿A qué se debió entonces esa súbita y enorme excitación ante los
primeros rumores de guerra? ¿Por qué todos aquellos jóvenes suboficiales del
ejército, hijos de familias adineradas en su mayoría, ansiaban casi con
desesperación el momento soñado de entrar en batalla? Si alguien se atrevía a
cuestionar “las poderosas razones” que justificaban la guerra, se le acusaba
públicamente de traidor (una escena tantas veces vista en otros países y
continentes) o era agredido sin la menor contemplación. En definitiva, todos, o
casi todos, no solo querían la guerra sino que parecían incluso necesitarla.
¿Por qué y para qué? ¿Cuál era el verdadero problema de fondo que subyacía bajo
todos aquellos pretextos tan nobles y honorables?...
Mi opinión –que como se verá
no es la única- es que el aburrimiento es capaz de provocar las más atroces
acciones humanas imaginables, como se puede constatar cada día en los
noticieros de la televisión o en las páginas de sucesos de los periódicos. Y el
gran peligro es que esa epidemia de la mente, o del alma, llegue a extenderse
hasta el punto de infectar a la mayoría de una sociedad, ya satisfecha o
insatisfecha, cada vez más sumida en una crisis de valores sin precedentes.
Por cierto; aburrido es quien
se aburre, no (necesariamente) quien aburre.