Un día, como todo el mundo, también nací yo. Mejor dicho, me
nacieron. Todo empezó una anodina noche de otoño. Mi futuro padre se hallaba
amodorrado en su sillón de orejas, en ese estado de duermevela situado en las
lindes del reino de Morfeo. De pronto oyó una voz que lo arrojó bruscamente a
la realidad. Era mi futura madre, la cual acababa de susurrarle al oído en tono
melindroso: “Me gustaría tener un hijo”. Fue entonces cuando pasé a convertirme
en proyecto. Y al cabo de unos meses, sin poder precisar en qué momento, empecé
a sentirme. Recuerdo que yo era como una vívida sensación de felicidad
permanente. Nada me turbaba, me encontraba protegido y seguro, placenteramente
suspendido en un espacio vivo y caliente. “Si esto es vivir – pensaba -, ¡qué
hermosa es la vida!”. A veces notaba la delicada mano de mi madre al
acariciarse el vientre. Yo sabía muy bien que aquellas caricias iban dirigidas
a mí. Me sentía feliz, seguro y querido ¿Qué más podía pedir?
Y por fin llegó el día de mi nacimiento. Yo no sabía si
alegrarme o no, pues como no había nacido nunca ignoraba cómo iba a ser
aquello. Pero pronto comprobé que se trataba de la experiencia más terrible
capaz de imaginarse. Abandonar de golpe aquel paraíso para ser escupido a un
mundo doloroso, frío y hostil, mientras un energúmeno me daba la bienvenida
golpeándome en el culo, desbordó de largo mis peores sospechas. Por supuesto,
me puse a llorar a moco tendido, convencido de que se me había lanzado al mismo
infierno. Pero lo peor fue cuando me pusieron al lado de mi madre y vi con
horror que ella sonreía. No intentaba consolarme, no expresaba pena o
preocupación por mi tormento, ¡sino que sonreía! Aquella mujer no podía ser mi
madre, era una arpía, un ser cruel y despiadado que parecía disfrutar ante mis
lágrimas y gritos de clemencia.
Así que mi venida al mundo no pudo ser más desdichada. Sin embargo,
afortunadamente, a medida que fui
creciendo comprobé que no todo siempre era tan malo. Lo que más me desagradaba
en mis primeros años era constatar una y otra vez que a mis padres les
complacía fastidiarme. ¡Era tan evidente! Si deseaba jugar con algún llamativo
objeto de la casa, me reprendían. Si me hurgaba en la nariz, decían que aquello
no debía hacerse. Si a la hora de la cena yo sugería la posibilidad de comer
chocolate en lugar de pescado, me fulminaban con la mirada. Todo eso no podía
ser casualidad. Estaba seguro de que si me hubiera gustado el pescado me
habrían hartado a chocolate hasta reventar.
Empecé a formularme un sinfín de preguntas que parecían no tener
respuesta. Había muchísimas cosas que no lograba entender. Recuerdo que una
tarde mi madre apagó el televisor y me ordenó que fuera a hacer los deberes.
Entonces le pregunté por qué debía hacerlos, y también por qué debía acudir
cada día al colegio si lo que yo deseaba era quedarme en casa jugando. Como
siempre, ella me amenazó con castigarme si no la obedecía enseguida. Pero de
pronto ocurrió algo insólito: mi padre abrió los ojos, se levantó del sillón de
orejas para situarse frente a mí, y me dijo con voz solemne: “Porque tendrás que ganarte la vida”.
Me fui a mi habitación casi conmocionado, aturdido por lo que acababa de
oír. Me resultó imposible realizar los deberes a causa de mi profunda turbación.
No sólo me habían impuesto la vida sino que además tenía que ganármela ¿Pero
cómo se ganaba uno la vida? ¿Debería rezar a Dios cada noche para que me
permitiera continuar viviendo? ¿Debía ser bueno para que el mundo no me
eliminara por incivilizado o peligroso? En cualquier caso, ¿qué tenía que ver
eso con la escuela? Pasé varios días dándole vueltas al asunto sin llegar a
nada claro. Así que una tarde me armé de valor, me planté ante mi adormilado
padre y le pregunté cómo se ganaba alguien la vida. Su respuesta fue escueta
pero muy esclarecedora. En resumidas cuentas: ganarse la vida era ganar dinero.
Por lo visto “vida” y “dinero” significaban lo mismo. ¡Santo cielo!, pensé
aterrado, ¡si yo no tenía un cochino céntimo! Una insoportable angustia se apoderó
de mí. ¿Cuándo se suponía que debía empezar a ganarme la vida? ¿Sería mañana?
¿El mes próximo? ¿El siguiente?...
Desde aquel día me asaltaba cada noche la misma pesadilla: soñaba que yo
estaba muy tranquilo en mi habitación haciendo los deberes, cuando, de repente,
irrumpía mi padre y me ordenaba con su adusto semblante: “¡Sal a ganarte la
vida!”. Llegó a ser tal mi obsesión que creí que la pesadilla iba a convertirse
en realidad en cualquier momento. Incluso adquirí la costumbre de tener mi
bolsa de deporte siempre preparada para emprender un largo viaje; guardaba algo
de ropa, calzado, una manta vieja y mi colección completa de las aventuras de
Tintín. No dejaba de lamentarme por mi mala suerte. Me sentía engañado,
estafado, maltratado y asustado. Pero a veces también pensaba, a modo de consuelo,
que podía haber sido peor. Por ejemplo, yo hubiera podido ser el hijo de una
antigua esclava que, al instante de nacer, fuera sorprendido por un enorme y
sonriente rostro de piel oscura que me dijera: “Hola, soy papá. Tu madre y yo
pertenecemos a la gran tribu Mandinga, natural de un lejano continente llamado
África. Aunque ahora no vivimos en África sino en una de las islas del Nuevo
Mundo. Estamos en el siglo XVI, y como los conquistadores blancos han exterminado
a la población indígena, ahora importan esclavos africanos para trabajar en las
minas. Trabajamos hasta la extenuación y apenas nos dan de comer. Pero si eres
dócil y tienes suerte, podrás vivir hasta los treinta años. ¡Bienvenido a la
vida, hijo mío!”.
Sí, hubiera podido sido peor, no cabía duda. Pero por suerte mi padre no
daba muestras de querer volver a dirigirme la palabra. Aunque yo debía
aprovechar aquel tiempo de gracia que se me concedía y no permitirme el mínimo
reposo. Empecé a estudiar con una avidez frenética y muy pronto ninguna de mis
notas bajó del sobresaliente, primero en la escuela y luego en la universidad.
Sólo pedía al destino que me otorgara el tiempo suficiente. Y el destino
parecía atender mis súplicas.
Acabé los estudios de forma brillante, y enseguida encontré un buen
trabajo en una multinacional norteamericana. Con un inmenso alivio, fui a casa,
me dirigí hacia el sillón, desperté a mi padre y le anuncié lleno de orgullo: “Voy a ganarme la vida”
Me volqué por entero en mi nuevo trabajo. Pronto me di cuenta de que
había personas que pretendían conseguir lo mismo que yo, apropiarse de toda la
vida que había en juego. Entonces comencé a desarrollar una habilidad carnicera
que no tenía parangón. Fui eliminando a cada uno de mis posibles rivales,
venciéndolos, hundiéndolos, arruinándolos, arrebatándoles sus vidas, es decir,
su dinero. No tardé mucho tiempo en llegar a poseer una fabulosa fortuna. Por
fin pude sonreír y relajarme un poco. ¡Me había ganado la vida!
Como a partir de entonces empecé a disfrutar de cierto tiempo libre,
adquirí la costumbre de reflexionar de vez en cuando. Había cosas que aún no
lograba entender, como: ¿por qué un mendigo que jamás se hubiera ganado la vida
podía llegar a vivir igual o más que yo, que tanto me la había ganado? ¿Por qué
uno de los principios básicos de la Constitución decía que “todos tenemos
derecho a la vida”, si la vida (o sea, el dinero) no era gratuita ni un
derecho?...
Pronto me convencí de que filosofar no era lo mío y volví a concentrarme
en el trabajo. Me compré una mansión y al cabo de un tiempo decidí casarme.
Una noche, mientras me
cepillaba los dientes en mi magnífico baño de mármol de Carrara, mi mujer se
acercó por detrás y me susurró al oído: “Me apetece tener un hijo”. A punto estuve
de tragarme el cepillo a causa de la impresión que sufrí. Intenté serenarme, y
sin perder la compostura le rogué que me escuchara. Le dije que era algo muy
natural desear tener un hijo, pero que aquel deseo no debía limitarse
exclusivamente a satisfacer un capricho personal. Era necesario pensar también
en el niño y formularse algunas preguntas, tales como: ¿tendría él la
posibilidad de ser feliz en este mundo? Dar la vida, ¿era un acto libre y de
amor o sólo una acción egoísta? Le expliqué que aquellas preguntas no tenían el
propósito de disuadirla ni de frenar su natural deseo de maternidad, pero que
era muy importante formulárselas con seriedad, cediendo el espacio principal al
hijo y no al revés.
Pero mi mujer parecía no querer entenderme. Creyó que no deseaba
complacerla, e insistía pertinaz: “¡Porfa, Cholo!, ¡porfa, Cholo!”. Y ya se
sabe que cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza, tarde o temprano
acaba consiguiéndolo. Ya no tenía bastante con nuestra fabulosa fortuna, ni con
nuestra mansión, ni con nuestro magnífico baño de mármol de Carrara. Así que
una noche, sin mi permiso, decidió embarazarse.
Y ahora estoy aquí, sin poder pegar ojo, con una mujer cada día más gorda
y contenta, sentado en un sillón de orejas donde mi hijo pronto me verá
dormitar y envejecer.
De todos modos he de confesar que no estoy tan preocupado como al
principio. He urdido un plan para que la vida de mi hijo sea muy diferente de
la mía. Aseguran ahora los científicos, los nuevos dioses del mundo, haber
encontrado la tan ansiada pócima de la felicidad. Sostienen que toda emoción o
sentimiento obedece a una causa hormonal. Cuestión de pura química, dicen. Si
estás aburrido, te dan una pastilla de color verde limón y la adrenalina se te
dispara como si estuvieras montado en el Dragón Kan de Port Aventura ¿Que estás
nervioso?, pues te tomas una de color pistacho y te conviertes en el mismo Buda
meditando sobre la cúpula del Taj Mahal. ¿Que te vienen ganas de llorar?, pues
hay otra de color rosa chicle que hará que te desternilles de risa, como si te
encontraras de pronto ante la actuación más inspirada de Chiquito de la
Calzada. Esta última es la que más me interesa. La semana pasada acudí a unos
laboratorios y les prometí una buena suma de dinero si lograban convertir la
pastillita vía oral en un gas para inhalar. Me aseguraron que dentro de unos
pocos días tendría lo que deseaba.
Puedo imaginármelo. Cuando mi hijo asome su cabecita al mundo y vaya a
llorar, le rociaré la cara con el mágico espray. ¡Qué bello será
oírle reír! Y si por desgracia el invento falla y se pusiera a llorar, entonces
lloraré con él. Todo menos sonreír. Y cuando haya cumplido algunos años, me
levantaré de mi sillón, me situaré frente a él y le diré con emoción contenida:
“No tendrás que ganarte la vida, porque
yo te la he ganado por ti”. Y le dejaré cenar chocolate si lo desea. Y
podrá romper cuantos trastos inútiles le venga en gana. Y si no quiere ir al
colegio, pues que no vaya; ¿para qué si no tendrá que ganarse la vida?
Sí, mi hijo reirá y será feliz. Nunca le faltará la pastilla que se le
antoje. ¡Y es que cuesta tan poco ser un buen padre!
(relato)